Para humillar al negociado progresista, no había argucia más denigrante que convertirlo en idólatra de un enchufado pepero
Aunque todavía me resten, ¡oh dilectísimo titarraco!, unas pocas semanas para concluir mi labor de devastación en la España coronavírica, quiero empezar una recapitulación de mis logros. Puesto a elegir una de las infinitas maldades perpetradas durante esta misión que me haga sentir orgulloso, elegiría el encumbramiento del doctor Simón como icono y referente moral del negociado progresista. Siempre devoto de tus enseñanzas, he descubierto que el mal disfrazado de bien es un veneno mucho más eficaz y demoledor para las almas que el mal a rostro descubierto. Y de este veneno me he servido para encumbrar a este doctor ful, heraldo pimpante de todas las mentirollas e intoxicaciones gubernativas, que durante meses disuadió del empleo de mascarillas para después
-cuando sus amos las tornaron obligatorias- reconocer con muy garboso desparpajo que lo había hecho porque había desabastecimiento. Y todo dicho con esa glamurosa afonía y esos jerséis gualtrapas que ponen palotes a sus fans.
Como bien sabes, ¡oh titirrititín picolín!, nada me divierte más que humillar a estos asquerosos humanos. Así se me ocurrió que, para humillar al negociado progresista, no había argucia más denigrante que convertirlo en idólatra de un enchufado pepero (o pepeiro, para ser más respetuosos con la procedencia del enchufe) y de currículum más magro que el de una beccaría o becaria. No pienses, sin embargo, que el enchufado pepeiro es un hombre pérfido, ni siquiera malicioso; por el contrario, es un buenazo tremendo, un mandado ejemplar, capaz de soltar las mentirollas e intoxicaciones gubernativas con una afabilidad beatífica y conmovedora, de insuperable fuerza persuasiva. ¿Cómo va a reprimir el negociado progresista sus ansias de tatuarse el nombre o de sudar la camiseta con la efigie de un cacho de pan semejante?
Y aquí, envidioso de mi éxito rutilante, te harás cruces (del revés) tratando de explicarte cómo los españoles progresistas transigen con las afónicas trolas del doctor Simón, como la superlativa y desternillante de las mascarillas, que son La Parrala de la España coronavírica. Olvidas que son hombres modernos; y los hombres modernos, como explicaba el admirable Marcuse, se caracterizan por reclamar «el derecho de la razón autónoma a reconfigurar la realidad, aun en contradicción con los hechos». Así nacieron las ideologías, estructuras de pensamiento (o, en su versión degenerada y terminal ahora triunfante, meras colecciones de consignas) que niegan la realidad de las cosas y la someten a la voluntad humana, cada vez más fanatizada. Así, el progresista puede «reconfigurar» la figura del doctor Simón, «olvidando» todas las mentirollas e intoxicaciones que ha soltado risueñamente, sin importarle un pimiento la verdad. Que, por supuesto, en su conciencia ha dejado de existir; pues estas ideologías no son propiamente utopías, sino más bien -permíteme emplear el término foucaultiano- «heterotopías» que permiten a sus adeptos crear su propia realidad, desentendiéndose de las que crean los otros negociados (en esto consiste el sublime pluralismo democrático). Y encerrado en su «heterotopía», el negociado progresista puede -sin contacto alguno con la realidad, aunque hieda a cadaverina- idolatrar al enchufado pepeiro reconvertido en benigüigüi sociata como si de un héroe (con o sin mascarilla) se tratase, y emocionarse con sus trolas afónicas, y revolverse furioso si alguien osa toser sus jerséis gualtrapas, a los que cada día afeito las bolitas, para que el doctor Simón esté más pimpolludo. Te confieso que yo también lo amo tiernamente, como el Enemigo amaba la obra salida de sus manos. Y amándolo me siento buenecito, carcamalote mío.....Juan Manuel de Prada
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