El virus nos ha enseñado que la tecnología es una mampara y jamás podrá sustituir a un beso
He puesto de fondo la canción «He can only hold her». Cuando estoy agotado me siento sostenido por voces enfangadas. Amy Winehouse y la Fernanda de Utrera. Esos ecos de dulzura desgarrada que afinan por mera gravedad, tirando la voz a un charco, me dan frío. Me debilitan. Son quejas sencillas. Tan sencillas que se han dado la vuelta, como un calcetín, y han pasado al terreno de lo imposible. Lo que parece fácil es siempre lo más difícil. Estoy tiritando cuando Amy arroja con tanta simpleza la frase «her soul is taken» a los abismos del ritmo. Es como si su garganta saltara una alambrada y se le quedara el moho pegado en las papilas. Por el oído me
entra un sabor a óxido parecido al de la sangre y a veces tengo que parar de escribir para frenar la hemorragia.
Ella me invita a dejar de pensar, me arrastra a las ruinas de su palacio. Me duele. Pero se lo agradezco. Porque cada vez que tengo miedo me refugio en los melismas de quienes cantan para aliviarse y logran convertir sus sentinas en sublimidad. A veces las abejas hacen la mejor miel con las flores de un vertedero. Y eso precisamente estoy buscando yo: néctar en el infierno. He tenido que apagar la radio y poner a Winehouse para intentar demostrarme que de un desierto puede brotar un manantial. De una vida rota puede nacer una vida eterna. Estoy cansado de noticias tristes. La pandemia, los brotes, la segunda ola. Ayer, tras colgar una videollamada, descubrí que no quiero más amigos virtuales. Despedí a Alexa. Necesito sentir. «He can only hold her», dice Amy. Él sólo puede sostenerla. Ahora sé que no se puede sostener a otra persona sin tocarla.
En estos tiempos de precauciones en los que hemos dejado de vernos el rostro percibo ciertas ansias en los ojos ajenos. Nos miramos unos a otros por encima del muro de las mascarillas con un gesto que chilla: «Abrázame». Hemos aprendido a necesitarnos. A reconocernos por la mirada, por los andares, por la voz, por el olor... A hablar con las pupilas. Ahora sabemos que cada vez que nos sentamos a cenar en casa y nos ponemos a mirar la pantalla del teléfono estamos huyendo de nosotros mismos. Cada vez que nos hablamos por Whatsapp estando en la misma sala estamos renunciando a nuestras necesidades primarias. El virus es el demonio, pero nos ha enseñado a respetarnos en nuestra condición de personas sociales. Cuando nos han arrebatado la cercanía de los demás hemos entendido que no podemos sustituir los abrazos por las redes sociales. Habíamos caído en una trampa y estamos tratando de salir de ella a la desesperada. Por eso este nuevo miedo que estamos conociendo no nos inmoviliza. Porque nos ha desvelado que somos valientes si se trata de estar un rato con los nuestros. Nos ha marcado nuestro límite. La tecnología es una mampara y no suplantará jamás a un beso. Por eso para poder escribir esto he elegido esa canción, ese lamento.
Me gusta sobre todo el final. «But what’s inside her never dies». Lo que hay dentro de ella nunca muere. Lo canta destruida, pero en pie. Zigzagueando con la voz por algunos rincones de mí que yo no conocía. En ocasiones toca nervio. Y aprieto el puño. «Mi pelo pesa más que yo», dijo Amy en una de sus devastadoras borracheras. Y eso es lo que yo trato de evitar con su música, convertirme en una nube ingrávida que orbita por fibras de carbono y por galaxias de píxeles. Quiero pesar más que mi pelo. Por eso estoy cumpliendo las normas con un calendario por delante y con los escombros de Winehouse diciéndome «he can only hold her». Ya no me sostengo. No sé si puedo más. Mi almanaque me recuerda que hoy llevo 134 días sin abrazar a mi madre...Alberto García Reyes
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