La imbecilidad circundante tiene origen en la mala conciencia de unos, el resentimiento de otros y el aburrimiento de niños bien
HBO retira «Lo que el viento se llevó» por ser una película racista; J.K. Rowlings, autora de «Harry Potter», es acusada, entre insultos de «puta», de discriminar contra los transgénero por recordar que existe «mujer» para describir a «una persona que menstrúa» (la palabra es ofensiva para los transgénero, que también menstrúan); la creadora de «Friends» ruega perdón por no incluir negros entre los famosos amigos de la serie y Paramount cancela «Cops» por «glorificar» a la policía; la estatua de Churchill en la plaza del Parlamento es pintarrajeada en nombre del antifascismo porque aseguran que el líder que acabó con el fascismo era fascista. ¿Por qué, de paso, no incendiamos el Coliseo romano, símbolo de barbarie, o llenamos Machu
Picchu de grafitis que digan «los incas eran unos mierdas esclavistas» y lanzamos alquitrán sobre el Taj Majal, ese insulto a las mujeres (el emperador Sha Jahan tenía una harén de dos mil féminas e hizo parir catorce hijos a su preferida) y a los hindúes (sus mármoles sudan simbología musulmana)?
La imbecilidad circundante tiene origen en la mala conciencia de unos, el resentimiento de otros y el aburrimiento de niños bien. ¿Cuándo nace la mala conciencia occidental? Tal vez en la colonización de América, cuando frailes dominicos como Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria y Antonio Montesinos fustigaron admirablemente la violación de los derechos de los indios. Otra posibilidad es lo que ciertos franceses llaman la «mala conciencia burguesa», surgida durante la Restauración, cuando los hijos de los burgueses que habían hecho la Revolución Francesa en nombre del pueblo vieron que el pueblo seguía jodido y ellos eran los nuevos aristócratas. Acaso el origen más directo sea el multiculturalismo. Tras la Segunda Guerra Mundial y la descolonización, se puso de moda la idea de que todas las culturas eran equivalentes y los valores e ideas, también. La civilización occidental y su paradigma, la democracia liberal y los derechos individuales, cayeron en desgracia. Se volvió «cool» la idea colectivista de que los grupos étnicos y las minorías eran lo que importaba y de que sólo ellos, y no las personas, tenía identidad. Exigieron que el «sistema» reparara el daño histórico transfiriendo ingentes cantidades de dinero a los ofendidos y se corrigiera la historia borrando el pasado opresor. Como todas las revoluciones, esto provocó una reacción: el surgimiento del fundamentalismo evangélico trasladado a la política (la llamada «derecha cristiana») y el populismo de derecha. Los «Antifa» (perfectos fascistas) son, pues, los irónicos aliados de Trump. Si este presidente no fuera tan torpe, podría ir en patines hacia la reelección gracias a sus odiadores.
Ahora, permiso: me voy a redactar un feroz manifiesto para exigir a Walt Disney que elimine «Los Aristogatos» porque Edgar, el mayordomo, es un maltratador y la película denigra las relaciones felinas......Álvaro Vargas Llosa
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