El coche oficial y las bravatas camuflan que es un personaje ya a la baja
Se trata de un fenómeno que se repite en la historia y que podríamos denominar «El efecto final del Imperio romano». Un país -o un partido, o una empresa, o un líder- arrastra contradicciones y problemas tan severos que en realidad la corrosión interna es enorme, hasta el punto de que el ocaso resulta inevitable. Pero en lugar de ver la realidad que tenemos ante nuestras narices, los observadores coetáneos somos rehenes del espejismo de una imagen anterior, la de una aureola de gloria, y no vemos venir el batacazo. Cuando a comienzos del 395 muere el emperador Teodosio I el Grande, ningún ciudadano romano habría dicho que el Imperio ya albergaba la carcoma de su próximo resquebrajamiento. Pero así
era. En sus estupendas memorias -y vaya mi gratitud permanente a mi amigo Varela, que me las regaló-, Stefan Zweig describe de primera mano el grato ambiente de ligereza que imperaba a comienzos de junio de 1914 en los bulevares europeos y las terrazas de los cafés. Nadie se habría creído que a finales del mes siguiente comenzaría la espantosa I Guerra Mundial.
Ningún politólogo español predijo tras las elecciones de abril del año pasado que Rivera arrastraba tantas contradicciones que estaba políticamente acabado. Solo seis meses antes de su retirada de la vida pública, muchos «expertos» todavía lo veían como el inminente líder de la oposición. Nadie acertó a percibir que el gigante eléctrico Enron era un sepulcro blanqueado, de contabilidad trucada, que quebraría en 2001, llevándose consigo a la auditora Arthur Andersen.
El 7 de diciembre de 2015, David Bowie se presentó perfectamente atildado y con una sonrisa de oreja a oreja al estreno de su musical «Lazarus», en una sala del Off Broadway neoyorquino. Lo que no sabía el público es que aquel artista triunfante que les saludaba desde el escenario apenas podía sostenerse en pie. En cuanto cayó el telón salió por una puerta trasera sujetado por su mujer y el director de la función. El cáncer de hígado que lo consumía se lo llevó solo 34 días después.
Con Pablo Iglesias estamos ante el «Efecto final del Imperio romano». El coche oficial, sus bravatas y su eficacia como sofista teatral sostienen una fachada de falso vigor político, cuando la verdad es que ya enfila su ocaso. En 2015, Podemos obtuvo 65 diputados. En noviembre del año pasado, 33. Podemos ha perdido su poder municipal, no pinta nada en los gobiernos autonómicos y va en moto hacia abajo en las urnas. Moralmente, todo su discurso por «la gente» y contra «la casta» quedó arruinado cuando en un desliz de nuevo rico se compró un magnífico chalé serrano, incurriendo en lo que antes criticaba a otros políticos. Por último, lo embadurna el caso del pin telefónico abrasado de su excolaboradora Dina Bousselham. El vicepresidente social -a veces alegremente social-, ha pasado de pintarse como víctima de «las cloacas del Estado» a ser el posible armadanzas de la cloaca. Lo explicó perfectamente ayer en estas páginas Carlos Herrera.
La debilidad de Sánchez lo mantiene por ahora ahí. Pero no nos engañemos: Iglesias ya es un disco rayado y demodé....Luis Ventoso
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