Que los populismos caudillistas sean juguete de los bananeros servicios de inteligencia a cuyo cargo corrió su financiación
Debo a J. L. Rodríguez García -el más sabio entre los filósofos de mi generación- haber reparado en un escueto pasaje, no demasiado atendido por los estudiosos, de la correspondencia entre Hegel y el helenista Creuzer.
La carta está fechada el 30 de octubre de 1818 y la escribe, desde Berlín, un Hegel en la cima de su prestigio académico. Narra, con desapego, las pequeñas miserias universitarias, que son las de toda la vida. Luego, en tono hastiado, se detiene a hacer una consideración más general acerca de ese tiempo suyo que el coetáneo Chateaubriand ha descrito como el de las mutaciones vertiginosas, cuando las horas pasaban con velocidad de siglos y los momentos de crisis «reduplicaban la vida de
los hombres». El filósofo berlinés es más escéptico: «Voy a cumplir cincuenta años, treinta de ellos me los he pasado en medio de esos tiempos turbulentos, a bandazos entre el miedo y la esperanza. Esperaba que alguna vez el miedo y la esperanza acabarían. Y me veo obligado a constatar ahora que todo sigue igual. E incluso, en las horas sombrías, que va a peor».
Leer los tres folios de esa carta es un poco asomarse al relato de nuestra propia historia, ironizaba mi amigo hace dos décadas. Los treinta años que evoca el filósofo alemán remiten a 1788: la víspera de aquella Revolución Francesa que disparó la fantasía y los delirios de quienes -Hegel entre ellos- andaban por la frontera de los veinte en toda Europa. «¿Te das cuenta de que es exactamente la misma cronología de nuestro deslumbramiento en 1968?». Claro que me daba cuenta. Y de nuestra consecuente ceguera. ¿Quién podía honestamente ignorar cómo la ensoñación de estar viviendo las vísperas de un tiempo nuevo nos hacía despertar, en el final de siglo, con el sabor metálico de la ceniza al amanecer de las grandes resacas?
Pero Hegel tenía, dice él al escribir eso, cincuenta años -cuarenta y ocho, en realidad, recién cumplidos-. Los que teníamos nosotros con el final de siglo. Los veinte años del siglo nuevo han venido a revelarnos el inexorable repliegue que Hegel -quien murió a los 61- sólo atisba. Nada de la epopeya prefigurada en el final de los sesenta del siglo XX tuvo lugar. En su lugar, casi insensiblemente, fue reordenándose como siempre el viejo mundo: sus amables inercias, sus letales regularidades. Todo lo anómalo fue barrido. En el nombre, naturalmente, de un mundo nuevo: que es la advocación bajo la cual lo más podrido se estanca.
Puede que sea sólo una ley de la materia. Y que no valga la pena siquiera enojarse. Ley de la materia, que la derecha conservadora robe. Ley de la materia, que robe la izquierda socialdemócrata. Ley del equitativo reparto de beneficios. Ley de la materia, que los populismos caudillistas sean juguete de los mismos bananeros servicios de inteligencia a cuyo cargo corrió su financiación negrísima. Todo eso está en el orden cósmico. Cuya clave más firme es que «todo sigue igual». Siempre. Salvo en la hora sombría del naufragio. Tan cercana....Gabriel Albiac
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