La alegría, la hermandad universal de esta ópera es el contrapunto del poder de lo demoniaco
Cuando escucho «La Pasión según San Mateo», de Bach, siento emoción y recogimiento interior. Cuando escucho «La flauta mágica», la ópera de Mozart, vuelvo a la infancia y al mundo de los sueños. No hay ninguna otra obra en la historia de la música que me haga tan feliz.
La paradoja es que el genio de Salzburgo compuso esta ópera a lo largo del último año de su vida, cuando su salud estaba muy deteriorada. Se estrenó en Viena en 1791, dos meses antes de su muerte. Mozart hizo un enorme esfuerzo físico para terminarla. Se sentía obligado a ello para ayudar a su amigo Emanuel Schikaneder, el autor del maravilloso libreto, que era masón.
«La flauta mágica» es un
cuento de hadas y una historia de amor, pero también es una ópera que exalta los valores de la libertad y de la fraternidad, reivindicados por la Ilustración, mediante una simbología masónica. Incluso podría interpretarse en clave freudiana por el conflicto entre Pamina y la Reina de la Noche, su madre.
Se han escrito ríos de tinta para interpretar las claves ocultas de la obra, sustentada en una inspiración musical sublime y en el virtuosismo de sus arias, a la altura del mejor Bach. Pero el pasaje que más me impresiona es cuando Tamino, presa de la desesperación, exclama: «¡Oh, noche oscura! ¿Cuándo vas a desaparecer? ¿Cuándo voy a encontrar luz en las tinieblas?». El coro responde: «Pronto, pronto o jamás».
Mozart sabía que su vida tocaba a su final y, por ello, el diálogo de Tamino con el coro adquiere una dimensión trágica. La noche oscura ya estaba instalada en su alma, como refleja su misa de «Réquiem», que no pudo concluir antes de su muerte.
La alegría, el triunfo del amor, la hermandad universal de esta ópera son el contrapunto del poder de lo demoniaco que encarnan personajes como Monostatos y la malvada Reina de la Noche, derrotados por la luz del nuevo día. Por ello, la obra puede ser interpretada también como la lucha del bien y el mal.
Hay decenas de versiones de «La flauta mágica», pero mi preferida es la de Ingmar Bergman, que la llevó al cine en 1974. El realizador sueco jugaba con un teatro de marionetas en su infancia en Estocolmo, una estética plasmada en los decorados de la película, que parecen sacados de un cuento de hadas.
Mientras suena la obertura, Bergman enfoca con su cámara a una niña y a decenas de personajes que están escuchando la ópera en el patio de butacas. La cara del director también surge durante unas décimas de segundo entre el público, seducido por el genio de Mozart. Luego se abre el telón y aparece Tamino peleando contra un dragón mientras los relámpagos iluminan el escenario.
Todos estamos allí, unidos por el lenguaje universal de la música y embargados por la emoción. Durante dos horas, la obra nos transporta al reino mágico de los sueños infantiles. Cuando Tamino y Pamina vencen al mal y Sarastro bendice su unión, la representación acaba, abro los ojos y la realidad brilla con una nueva luminosidad....Pedro García Cuartango
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