El ejército protege a la nación, no al gobierno. Pero actúa bajo las órdenes del gobierno para proteger a la nación
¿Es función del ejército neutralizar las críticas al gobierno? ¿Lo es preservarlo de las «desafecciones» ciudadanas? El desliz verbal del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil ha tenido la virtud de ponernos ante un dilema axial de las sociedades modernas: ¿está un ejército nacional al servicio del gobierno de la nación? En la respuesta a ese interrogante se juega la legitimidad del Estado.
«Ejército nacional» es un concepto muy reciente: poco más de dos siglos. La batalla de Valmy, en 1792, fecha el gozne de su irrupción. Desaparecen las milicias dispersas, para dar paso al proyecto de una maquina militar ligada a la sola nación. Ni en sus objetivos ni en sus dimensiones tiene precedente. Saint-Just acuñará, para
referirse a ese «ejército nacional», el concepto -llamado a configurar las mitologías modernas- de «pueblo en armas». No era metáfora. Súbitamente, en la Francia revolucionaria había emergido una fuerza armada de un millón de hombres bajo mando único. Algo inimaginable hasta esa fecha. Algo, también, en lo cual nace -escribirá Clausewitz- un concepto bélico nuevo: esa hipótesis de guerra absoluta, cuya capacidad aniquiladora será colosal y que sólo el siglo veinte acabará por ver materializada. De ese dispositivo nacional hablamos hoy cuando decimos «ejército».
Tomemos el enunciado literal del general Santiago en su comparecencia del domingo: «Estamos trabajando con nuestros especialistas en dos direcciones. Una, a través de la Jefatura de Información, con el objetivo de evitar el estrés social que producen todas estas series de bulos. Y otra de las líneas de trabajo es también minimizar ese clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno».
Todo lleva a pensar que el general Santiago cometió, al formularlo así, un trastrueque léxico. Probablemente, involuntario. Que dijo «gobierno», allá donde la ortodoxia constitucionalista exige decir «nación». Porque encargar al ejército que proteja la gestión de un gobierno contra quienes lo critican o le son desafectos, equivaldría a atribuir a ese gobierno la potestad de hacer del ejército nacional su propia milicia privada. Algo difícil de defender en un Estado plenamente constitucional. Algo que exige, pues, una rectificación oficial del Ejecutivo y una cortés presentación de excusas por parte de quien verbalizó lo que no es sólo un error académico, sino una infracción seria de las leyes.
No es una anécdota pintoresca. No sólo. Está en juego aquí algo primordial para todos: el ajuste de dos preguntas que no deben ser amalgamadas. La primera: ¿a quién protege el ejército? La segunda: ¿bajo las órdenes de quién actúa? El ejército protege a la nación, no al gobierno. Pero actúa bajo las órdenes del gobierno para proteger a la nación. La paradoja acecha en ese inestable equilibrio. Y, con ella, el riesgo de deslizarse hacia una confusión peligrosa: ¿qué sucede si las órdenes de un gobierno son las de defender al propio gobierno contra una nación «desafecta»? Es una trágica coyuntura que no ha estado excluida en la historia de los dos últimos siglos. Y cuyo diagnóstico constitucional es agrio pero inequívoco: sucede, en ese caso, que el gobierno delinque. Y es atribución del Estado, en su conjunto, corregir tal violación de ley: para eso están los tribunales de Justicia.
No, no es el general Santiago el responsable de esta deriva. Sí, sus superiores jerárquicos. Por orden: directora general, secretario de Estado, ministro, presidente… Gobierno, en suma...Gabriel Albiac
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