En el fondo de nuestro ser, todos
los adultos llevamos el niño que fuimos.
Aquellas irrefrenables ansias de imaginar y,
de manera casi inconsciente, desbordar
los límites que los adultos nos imponían y que
con sus tira y afloja fueron modelando
nuestra personalidad y esculpiendo nuestro ánimo.
La infancia sigue siendo el terreno abonado
donde todo crece. Probablemente, Rilke tuviese
mucha razón y hasta el último de nuestros gestos
proviene del fecundo huerto de nuestros primeros años.
Nuestros hijos y nuestros nietos han sido afortunados
por nacer en un mundo desarrollado y en un gran país
como el nuestro. Son los niños del confinamiento de
apenas unas semanas. Nada grave ni especialmente
traumático. Se merecen salir después de tanto
tiempo en casa, y es que la inmensa mayoría no
disfrutan de un jardín como Pablo Iglesias y el
tedio les ha alcanzado más allá de los dibujos animados.
Su futuro es incierto, como lo era el nuestro a su edad,
pero se merecen una España mejor gobernada y
para ello tenemos que trabajar
nosotros, sus antepasados. Bieito Rubido
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