No, negarse a estrechar la mano de las diputadas españolas no fue, por parte de la delegación iraní anteayer, un gesto de desprecio hacia seres inferiores. Fue barrera profiláctica: la mano femenina contagia. Porque el cuerpo de la mujer es el de un animal contaminado, que sólo la omnipotencia de Alá puede lavar para exclusivo disfrute del esposo. Sin eso, la mancha que su animalidad imprime al creyente es indeleble. Es la marca del diablo, que la Sunna codifica: «Un hombre, una mujer y Satán en medio de los dos».
Nadie tiene derecho a fingirse sorprendido. El islam será muchas cosas; desagradables algunas. Pero no es ambiguo. Y la condición de la mujer, que tanto el Corán como la Sunna fijan, no es la de una más o menos despreciable inferioridad de género, por hablar con los tópicos occidentales. No es inferioridad; es impureza. Y emponzoña.
Una política española puede comparecer ante las autoridades vaticanas con una porción generosa de su anatomía al descubierto. Podrá juzgarse más o menos inelegante, pero nada sucede digno de ser reseñado. Cualquiera de los venerables varones musulmanes que visitaron anteayer el parlamento español hubiera, por el contrario, quedado espiritualmente corrompido por el apretón de manos de la más recatada de nuestras parlamentarias. No era un capricho ocioso lo que estaba en juego. Era la salvación eterna y el paraíso con su cupo de huríes, al que sólo la varonil pureza da derecho pleno.
La doctrina coránica sobre la mujer admite pocas dudas. Corán, sura 33, versículo 59: «¡Oh, profeta, di a tus esposas, a tus hijas, a las mujeres de los creyentes, que echen sobre ellas grandes velos; son el medio seguro para que sean reconocidas y para huir de toda ofensa». Corán, sura 4, versículo 34: «Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres, en virtud de la preferencia que Dios les ha concedido sobre ellas… Las mujeres virtuosas son piadosas: preservan en secreto lo que Dios preserva. Amonestadlas si teméis su infidelidad, encerradlas en habitaciones separadas y golpeadlas».
Nadie tiene por qué inmiscuirse en las creencias ajenas. Por ridículas que nos parezcan. Por ofensivas o bárbaras que efectivamente sean. Y nadie -absolutamente nadie- tiene derecho tampoco a imponer sus ridículas, u ofensivas, o bárbaras creencias a quienes no están por ley divina y humana sometidos -ni sometidas, sobre todo- a ellas. Es un aporético dilema que la diplomacia internacional da por resuelto desde hace muchísimo tiempo. Mediante la aplicación de una convención sencilla: en los casos de conflicto de protocolos, prima el del país visitado; y a él se han de ajustar automáticamente las liturgias de los diplomáticos visitantes.
Si la comparecencia es en Teherán, las viajeras, por alto que sea su rango, habrán de conformarse a las normas que se les impongan allí; o bien, quedarse en casa y evitar el sofocón. Si es en Madrid, los visitantes, por alto que sea su rango, habrán de contaminarse con las perversas prácticas igualitarias de estos lares; o bien, quedarse en las purezas musulmanas de sus hogares y salvar su alma. Que cada cual elija.
Si es que puede elegir, por supuesto. Porque en el parlamento de la carrera de San Jerónimo hay un par de casos bastante peculiares. Dos cónyuges que, además del sueldo de diputado, cobran salario de la televisión iraní, a cuyo servicio trabajan. ¿Pueden Iglesias y Montero cuestionar el derecho de sus amos a tratarlos como siervos? Eso es sólo cosa suya. Pero nada sale gratis.....Gabriel Albiac
No hay comentarios:
Publicar un comentario