El encanto de las urbes no estriba tan solo en sus museos, monumentos, catedrales y jardines. Si tuviese que quedarme con una obra humana en la ciudad de mis afectos, La Coruña, elegiría la plaza de Lugo -tal vez el mejor mercado de pescado del mundo con el de Tokio- y la cervecería de la Estrella Galicia en Cuatro Caminos, que pasa por ser la que más cañas despacha de España. El local es enorme. Un mar de gente a cualquier hora. Solo se puede trasegar cerveza o agua y se trata de un espacio ecuménico. Por allí desfilan estibadores y marineros, llegados del vecino muelle pesquero; pandillas gitanas, que se suelen situar a la entrada; matrimonios de ancianos, que cumplen comedidos con el rito diario de su cañita y sus patatillas Bonilla; personas de duelo, que han salido de dar un pésame en el vecino tanatorio y al soplarse una caña están diciéndose, sin saberlo, que a pesar de todo la vida ha de seguir. También pulula chavalada bullanguera de hormonas sulfuradas, gente bien, futboleros, familias enteras de merendola, funcionarios... Antaño había un periódico enfrente. Los periodistas completaban el paisaje, en una era en que la trepidación de las webs todavía no había finiquitado la bohemia. Pero el rotativo se exilió en un polígono industrial, como era por entonces moda (aunque en Londres ya la han revertido: los diarios han retornado al centro, porque sus editores han concluido que los periodistas necesitan ver la vida, no solo contarla de segunda mano).
Siendo unos mocosos, nuestra panda pasaba alguna tarde ociosa en La Cervecería, siempre en la misma mesa, para sentirnos importantes (aunque el bigote de pelusa, el acné juvenil y la torpeza mundana nos delataban). Yo carecía de toda experiencia con el alcohol. A la segunda caña ya me sentía bastante raro. Los más intrépidos, los líderes del clan, se ventilaban una tercera, y hasta una cuarta... Pero yo no me atrevía. ¿Por qué? Es sencillo: por respeto interior a mis padres, pues sabía que si llegaba bolinga a casa se disgustarían y me caería un sermón. No recuerdo que jamás me pusiesen la mano encima (las bofetadas me caían con los atroces profesores del colegio), pero a todos los hermanos nos inculcaron una serie de principios y pautas que en general, con los defectos y caídas que todos tenemos, han marcado nuestra manera de circular por la vida como un código invisible.
Una chica madrileña menor de edad ha sido sorprendida conduciendo un BMW de alta gama por la A-5 a 220 km/h. El coche lo había alquilado su compañero de gilipollez, un chaval de 27 años, que grabó el acelerón con el móvil. Luego, siguiendo con su culto a la imbecilidad, subieron el vídeo de la proeza a las redes sociales, lo que permitió a la Policía identificarlos. Ninguna ley podrá evitar que ocurra algo así. Al final, el último freno es siempre la conciencia de las personas, y aunque el progresismo obligatorio no lo entienda, solo puede ser formada en casa, en la familia. En un país que soporta aborregado la ingeniería social intrusiva de los gobiernos, conviene recordarlo: el Estado no puede arreglarlo todo, ni tampoco fabricará ciudadanos ejemplares...Luis Ventoso
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