Desde el momento en que el presidente de Correos fue capaz de decirle a un subordinado que iba a usar el servicio postal como caja de resonancia del Gobierno, ningún ejercicio de sectarismo oficial debería asombrarnos. Para eso puso Sánchez la moción de censura de mayo: para abordar el ciclo electoral con la ventaja que otorga el control de los resortes del Estado. Sabía que desde la oposición, y sin ser siquiera diputado, le iba a costar mucho trabajo repetir siquiera sus ya escasos 84 escaños, y que en cambio su relevancia podía dispararse mediante el efecto de arrastre del liderazgo. Ésa fue la clave de la decisión de tomar el poder por asalto; se trataba de convertir el Gabinete en una maquinaria de propaganda funcionando a todo trapo. Sus peones de confianza aterrizaron en el sector público para apoyar el desembarco: desde la televisión a los paradores, desde AENA al CIS de Tezanos. Todo el organigrama institucional se ha transformado en un gigantesco aparato publicitario con el que acudir a las elecciones dopado. Sin dejar escapar un solo detalle, como el del logotipo diplomático en homenaje al exilio republicano o como el turismo funerario en las tumbas de Azaña y Machado. Gobernar no se ha gobernado, ni falta que hacía intentarlo mientras los spin doctors del sanchismo pudieran trabajar a destajo en la construcción de una Presidencia icónica, virtual, que sirviese de marco a la imagen prefabricada de un candidato.
Claro que, para logotipo, el del BOE, que encabeza las resoluciones del Consejo de Ministros. Como en aquellos milagrosos jueves berlanguianos que promocionaban un pueblo alrededor de un santo ficticio, cada viernes La Moncloa se propone expedir en serie decretos de gasto social para crear la ilusión de un prodigio. La campaña de reelección consta de dos grandes elementos, la comunicación y el clientelismo, y los dos confluyen en un derroche que los ciudadanos pagarán de su bolsillo. De momento, las encuestas soplan a favor y sitúan al PSOE en la pole position, en la cuadrícula del favorito. Ni siquiera en la etapa de Zapatero, con su despliegue de ocurrencias oportunistas y caprichos líquidos, se había visto una operación semejante de ventajismo político. Un Ejecutivo sin proyecto, sin programa, casi sin partido, tornado en mero instrumento de un designio de poder personalista que el líder hace girar sobre sí mismo.
Y sí, puede tener éxito. Lo tiene ya, de hecho, en la medida en que arrastra la contienda electoral al terreno banal del postureo. Los asesores de Sánchez no manejan ideas sino eslóganes porque en el debate posmoderno importa el enunciado, no el concepto. En esa confrontación de apariencias, ninguna es tan potente como la del Gobierno, con su capacidad de marcar la agenda y los tiempos. Eso sí: en caso de fracasar, el presidente no tendrá pretexto tras el que volver a ocultar su escasez de talento...Ignacio Camacho
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