Saben que están ante su penúltima oportunidad y que de desperdiciarla quedarán condenados. A la despoblación, a la soledad, al aislamiento, al desamparo, a la definitiva extinción de un modo y de un medio de vida que lleva décadas agonizando. Por eso ayer desfilaban por Madrid bajo la tardía lluvia de marzo buscando la manera de que la España urbana se digne concederles un poco de atención y de espacio. Es ahora o tal vez nunca porque estas elecciones se van a decidir en esos territorios ya casi abandonados, en las circunscripciones rurales que se reparten un centenar de escaños y donde vuelve a escenificarse la disputa del voto del señor Cayo. Si será antiguo el drama que la novela de Delibes tiene ya cuarenta años y aún resulta actual la historia de los candidatos que recorren las tierras semideshabitadas de Castilla para granjearse la confianza de unos pocos ancianos. Porque prácticamente nada ha cambiado; al contrario, la crisis ha envejecido aún más las comarcas interiores y ha acentuado su invierno demográfico. Y aunque las capitales de provincia se hayan modernizado, aunque la agricultura haya vivido un proceso de reconversión eficaz y rápido, el eje político y social de la democracia continúa sin pasar por el campo. Eso significa que se desmorona el empleo, que desaparecen las oportunidades, que se deterioran las infraestructuras y que, en definitiva, salta en pedazos el marco de un país teóricamente igualitario. Que fuera del litoral y de las grandes ciudades se agrieta la cohesión real de los ciudadanos.
Pero los mismos dirigentes que aparentan desvivirse por ellos están conspirando para despojarlos del único instrumento con que aún pueden reclamar algo de respeto. Muchos de esos políticos que ayer se incrustaron en la manifestación quieren cambiar la ley electoral para reducir la representación de la España vacía en el Congreso. Alegan que los votos en esa geografía dispersa valen más que en el resto, y es cierto porque los legisladores así lo quisieron para evitar que esas zonas se descolgasen por completo de los mecanismos de solidaridad en beneficio de los territorios metropolitanos y periféricos. Llamativa paradoja: los partidarios de la discriminación positiva de las minorías para ampliar sus derechos se oponen al mecanismo asimétrico que dota de un mínimo peso legislativo a los supervivientes del éxodo interno. Y le quieren quitar eco a su voz al tiempo que parecen escuchar sus lamentos.
No se trata tanto de un problema de inversiones como de principios: los que afectan a la igualdad de derechos y al equilibrio del desarrollo colectivo. A menudo da la impresión de que las instituciones sólo atienden a quienes crean conflictos. Y esta gente de Soria, de Teruel, de Cuenca o de Zamora son españoles pacíficos que sólo piden algo de certidumbre sobre su destino. Sin quimeras mitológicas ni lazos amarillos......Ignacio Camacho
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