España es el país más saludable del mundo, según el respetado índice de Bloomberg. Es también la cuarta nación con mayor esperanza de vida, tras Japón, Suiza y Singapur, y se calcula que en 2040 pasará a ser la primera. España es el segundo país que recibe más turistas. El año pasado llegaron 82,6 millones de extranjeros. ¿Qué les atrae? Pues un patrimonio monumental único, con el que solo Italia puede competir; buenas playas, una naturaleza variada, con parajes hermosísimos; clima grato, gente amable, que sabe disfrutar, calles seguras, comida opípara e incluso -¿por qué no decirlo?- vino bueno y barato. España es uno de los mejores países del mundo para ponerse enfermo, por su soberbia sanidad pública gratuita. Es un país solidario, líder en donación de órganos. Cuenta con un pasado memorable, pues en su día levantó el mayor imperio conocido. Su cultura es riquísima, y españoles son algunos de los mayores genios de las letras y las artes, como Cervantes, Picasso y Velázquez. España ha dado un estirón económico impresionante, que no habríamos creído hace 40 años. Sus multinacionales de ingeniería construyen obras faraónicas por todo el orbe; una empresa española lidera la moda y otras se han expandido por mercados punteros antaño inaccesibles. La sociedad es acogedora y bastante homogénea, con una mayoría que sigue fiel a los valores católicos. La vida familiar se preserva de modo maravilloso, en contraste con la frialdad norteña. En resumen: no hay muchos países donde se viva mejor, como reconocen nuestros visitantes (y no acertamos a asumir nosotros).
Pero España, ay, alberga un cáncer en su seno: una pulsión separatista que de manera incesante brega para cuartearla. España es un país que sufre hoy una crisis de bajos salarios, que impiden a muchos jóvenes formar una familia. Sus leyes laborales resultan anacrónicas, y explican que el paro supere perpetuamente el 10%, cuando en la angustiada Gran Bretaña del Brexit está en un 3,9% con sus recetas liberales. España vive por encima de sus posibilidades, como certifica una deuda pública que nos dejará indefensos si llega otra crisis. Es un país que ha entrado en un proceso de desmoralización y se autoflagela en exceso. Su izquierda se ha dado de baja del patriotismo y se pliega acomplejada a las demandas de unos nacionalismos insolidarios y retrógrados. España atraviesa un sarampión de minifundismo partidista, que ha minado su estabilidad y nada bueno ha traído por ahora. Descuidamos la innovación, el sector industrial se desmorona y la productividad es baja. La demagogia derrota siempre a los números, queremos todos los derechos y ningún deber, hemos flaqueado respecto a la generación de nuestros padres y abuelos, con una epidemia de hedonismo que nos debilita.
España es, en fin, un país en el que se puede creer o no. Y hoy toca decidir si se vota a los que creen en España o a los que arrugan la nariz ante la mera mención de su nombre y bandera. Urge sopesar bien el voto y no confundir el cerebro con las tripas, porque el lunes habrá que respetar lo que haya salido de las urnas. Aunque sea una calamidad.Luis Ventoso
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