La señora Balasa quería sacarse el carné de conducir. Iba a usarlo para huir en coche desde su pueblo de Oradea —en el noroeste de Rumania—
a Francia. Hasta allí había logrado llegar un par de años antes su hijo
pequeño, que escapó por el Danubio aferrado, como si fuese un flotador,
a una rueda de camión. Pero el permiso tardaba en llegar y la señora
Balasa pidió ayuda a su vecina, una mujer afable y bien conectada. Tras
hacer sus indagaciones, esta le reveló que el documento nunca llegaría.
Al parecer la señora Balasa había sido denunciada por su yerno, un
hombre con ínfulas de escritor que quería que se publicase uno de sus
manuscritos y necesitaba ofrecer algo a cambio. Y ese algo fue delatar a
su suegra. Ni la señora Balasa, cocinera, ni su esposo sabían que el
tipo era informante, un chivato. Pero sí, lo era. Y tal vez no fuese el
único de la familia.
En la Rumania de Nicolae Ceausescu, la policía secreta —la temida Securitate—
tenía 11.000 agentes registrados y unos 700.000 informadores, según los
expertos. Es decir, uno de cada 30 ciudadanos. Una cifra oceánica para
un país de 22 millones de almas, que alimentaba un clima de temor y
paranoia que todavía hoy, 28 años después del ajusticiamiento del
dictador y de su esposa, Elena, no se ha disipado. Hasta hace apenas una
década los extranjeros residentes en el país sospechaban, muchos con
pruebas, que tenían los teléfonos pinchados; y en muchas familias hablar
de los chivatazos y de los informantes todavía es tabú. Pese a que
abundaban —por necesidad, chantaje o, por qué no decirlo, malicia—,
haber sido colaborador de la Securitate está tremendamente mal visto.
La Rumania del régimen del “hermano lozano” y la “primera científica”
podría pasar por una novela distópica. Pero aunque el país balcánico es,
de lejos, el que más cultivó esa forma de vida basada en la información
y el espionaje, todos los países del bloque comunista
desarrollaron potentes servicios secretos. Complejos aparatos y redes
que, tras la caída del telón de acero, han dejado una herencia de
sospechas y revelaciones que han salpicado, y todavía salpican, a
importantes figuras de la vida pública.
En Rumania, como explica Lavinia Stan, profesora
en la Universidad St. Francis Xavier de Canadá y experta en la justicia
en los países excomunistas, filtraciones de los archivos de la
Securitate han señalado a políticos como el expresidente Traian Basescu
—aunque su expediente está ilocalizable—. Los documentos, que empezaron a
hacerse públicos —y con cuentagotas— sólo en 2001, han implicado a
famosos deportistas, como el futbolista Gica Popescu (que después jugó
en el Barça). En Polonia, los documentos de la policía secreta, la
Sluzba Bezpieczenstwa (SB), han desenmascarado a numerosos miembros de
la Iglesia católica —el 15% colaboró—; desde curas que revelaban los
secretos de confesión hasta altos cargos eclesiásticos, como quien fue
arzobispo de Varsovia, Stanislaw Wielgus, que dimitió cuando su nombre
salió a relucir. Wielgus explicó entonces que había atendido algunas
peticiones de la SB con el objetivo de “promover” su carrera académica.
No todos los países han gestionado igual su pasado. Alemania, por
ejemplo, ha aplicado una política de apertura con los archivos de la
Stasi, como cuenta Timothy Garton Ash en su libro El expediente,
en el que narra, a partir del archivo que encontró a su nombre, cómo
fue espiado en Alemania del Este. La mayoría de los países de Europa
Oriental han fundado institutos para estudiar los crímenes de sus
dictaduras. Y sus revelaciones, periódicas, han terminado por implicar
de manera polémica como informantes a algunos de quienes se hicieron
famosos por su resistencia. Como el escritor Milan Kundera. El autor de La insoportable levedad del ser fue acusado en 2008 de colaborar con la policía comunista y de denunciar a un estudiante
que dio con sus huesos en la cárcel y acabó por cumplir 22 años de
prisión. El eterno candidato al Premio Nobel, alejado de toda vida
pública, lo ha negado escuetamente.
O Lech Walesa, líder del sindicato Solidaridad y uno de los héroes de la lucha contra el comunismo, a quien el Instituto de la Memoria Nacional de Polonia (IPN) ha identificado como el informante Bolek.
Algo que Walesa ha negado. Premio Nobel de la Paz y presidente entre
1990 y 1995, Walesa asegura que las revelaciones forman parte de una
campaña para desprestigiar su legado. Un argumento que comparte el
intelectual Adam Michnik, fundador del diario Gazeta Wyborcza,
que sostiene que el Gobierno ultraconservador de Ley y Justicia (PiS)
está manipulando la historia y hace un uso político de los archivos. En
Polonia, además, una ley impide ejercer un cargo público a quien colaboró con las dictaduras.
También en Rumania existe una ley similar, apunta
Daniel Savu, que fue miembro del Servicio Rumano de Información, la
agencia que sustituyó a la Securitate. Por eso, antes de cualquier
proceso electoral, todos los candidatos pasan por una revisión. Además,
cualquier ciudadano puede solicitar ver si existe un expediente a su
nombre o al de sus familiares ya fallecidos. “Y aquí han emergido
dramas. Personas que han descubierto que fueron espiados por sus vecinos
o amigos más cercanos. Gente de la misma familia que se delataba entre sí”, narra Savu. Como el caso de la señora Balasa.
Nunca se sabrá cuántos informantes había en
realidad, porque no todos los expedientes son claros y algunos usaban
varios nombres. En Rumania, por ejemplo, apunta Stan, cada agente
secreto de la Securitate tenía orden de tener 50 informantes activos.
También constan casos en los que el agente reportó haber recibido
información, pero luego se quedó el dinero para sí mismo. Se reclutó
incluso a niños, a quienes se amenazaba u ofrecía a cambio, por ejemplo,
una plaza en la universidad. Informaban de si sus familiares hablaban
sobre el exilio o escuchaban radios extranjeras. Ofrecían datos de otros
estudiantes y amigos.
La profesora Lavinia Stan también tiene un expediente a su nombre. “Fui
puesta bajo vigilancia en los ochenta por escribir algunos comentarios
críticos en cartas dirigidas a mi familia. Era lo suficientemente joven y
tonta para escribir lo que no podía decir en voz alta”, cuenta. Su
expediente contiene notas e información firmada por cerca de 12
informantes. “Eso prueba hasta qué punto la Securitate perdió el control
de la realidad. Su trabajo era proteger a los líderes del régimen y
prevenir revueltas, no seguir casos como el mío, el de una estudiante de
20 años que hacía chistes malos sobre política”, dice.
http://internacional.elpais.com/
MRF
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