Fernando Sánchez Dragó me cayó bien al primer vistazo.
Nos conocimos a principios de los 90. Era un tipo inusual
que siempre decía lo que le daba la gana sin que parecieran
preocuparle las consecuencias. Antonio Herrero lo fichó para
su programa de la Cope y cuando coincidíamos en el estudio
lo pasábamos estupendamente. Yo crecí en el vientre de la
derecha franquista, más o menos convencido de que los
tipos como él, forjados en la fragua del partido comunista,
tenían secretas protuberancias en la frente y olían a azufre.
En el lance de la Transición me caí del caballo. Descubrí que
muchos de ellos anhelaban la libertad tanto como yo.
Y con más derecho. Después de todo habían luchado
por conseguirla, aunque sin mucho éxito
, jugándose el pellejo. Yo, no.
Cuando adquirí conciencia de ese hecho,
tan contradictorio con la lógica que impregnaba
mi pensamiento juvenil —izquierda significa
totalitarismo y el totalitarismo es incompatible
con la libertad—, mi pequeño y rudimentario
mundo intelectual se puso patas arriba.
Resulta que, según su experiencia,
las cosas eran al revés. El totalitarismo
liberticida que les había perseguido y
encarcelado era el franquismo en el que
yo había vivido a cuerpo de rey.
Inconscientemente invertí mi visión de
las cualidades ideológicas que movían
el mundo. Los malos pasaron a ser menos malos,
y los buenos mitigaron su bondad. Ahí nació —
creo yo— esa propensión al centrismo pastelero
que tanto me echa en cara Federico Jiménez
Losantos. Él recorrió el camino inverso al mío.
Por eso desprecia a la izquierda que yo respeto
y en cambio simpatiza con la derecha que yo critico.
Él conoce el mundo del que procede.
Yo conozco el mundo donde crecí.
Sánchez Dragó fue una de las personas que
contribuyeron, finalmente, a ratificar la
pertinencia de mi nueva percepción del
bien y del mal. Ni tenía protuberancias en
la frente ni olía a azufre. Andaba por la vida
sin complejos, se ponía el mundo por montera
y, desde luego, seguía dispuesto a luchar por
las mismas cosas que le llevaron a la cárcel en
los años duros. Convencido de que la izquierda
ya no era el lugar adecuado para esa tarea,
buscó nuevos estandartes. Levantó
el pendón de José María Aznar cuando agonizaba
el felipismo y ahora hace lo propio
con el de Santiago Abascal cuando agoniza
el Régimen del 78.
Creo que el motivo que le llevó a escoltar al PP hace
veinte años es el mismo que ahora le acerca a Vox:
la nostalgia de su eterna revolución pendiente
—1957, 1968, 1975, 1996, 2019– contra la dictadura de lo establecido.
No importa los años de vida que cargue a la espalda.
Mientras tenga fuerzas para empuñar la pluma
—y la palabra— al servicio de aventuras que merezcan la pena
—y las de combatir el sanchismo disfrazado de Frankenstein
o la tiranía de lo políticamente correcto lo son—
cualquier llamamiento a la rebelión cívica le
encontrará dispuesto a movilizarse. Los sucesivos
desengaños no han arruinado su esperanza de
encontrar algún día al caballero de la tabla redonda
que sea capaz de ocupar el asiento peligroso.
Ahora cree haberlo visto en Santiago Abascal y se
ha apresurado a escribir un libro de 300 páginas,
la España vertebrada, con el que
darle a conocer al universo mundo.
Aunque le prometí que no lo leería —él sabe por qué—
, confieso que le he echado un vistazo en diagonal.
Y lo que he visto, honradamente, es que hay en él
más de Dragó que de Abascal. No porque en la
entrevista las preguntas sean más largas que las respuestas
—que no lo son—, sino porque la conversación discurre
por donde quiere el entrevistador y muchas de las
consideraciones del entrevistado vienen inducidas
por la astucia sibilina del viejo
cuentista, en el mejor sentido de la palabra.
En las cuestiones de fondo que vertebran el libro
—unidad nacional, libertad de conciencia y derecho
a la vida— no hay nada nuevo que no hayan dicho
muchos otros antes que Abascal. Ninguna aportación
novedosa sirve para enriquecer el debate en el que
llevamos enfrascados tanto tiempo. La única novedad
apreciable, y no precisamente de carácter ideológico,
es la temperamental. La gran promesa
que late en el fondo de su discurso es que no se arredrará,
como han hecho otros, y que cumplirá sus compromisos
caiga quien caiga. Las convicciones, para él, son má
s importantes que los diplomas. Y se nota.
La pobreza intelectual del mundo que le cabe en la
cabeza hace que muchas de sus ideas parezcan
simples ocurrencias alumbradas alrededor de
un té con pastas. Tampoco parece que haya
demasiada gente cerca de él capaz
de mitigar ese déficit de hondura.
El Vox que asoma al libro es algo parecido
a un coche escoba de españoles cabreados que
no se resignan a vivir aplastados por la tiranía
de las modas y las consignas de la izquierda sin
plantar batalla. Abascal no ofrece un modelo de
convivencia, sino un plan de resistencia, una idea
de valor. Pero no esa clase de valor que inspiró la
conducta de Atticus Finch en la novela de Harper Lee.
El suyo recuerda más al de Harry el Sucio.
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