La última jugada de Sánchez se parece como dos gotas de agua a las de Zapatero en las postrimerías de su mandato
Confieso que, arrastrado por lecturas heguelianas, durante gran parte de mi vida vi la Historia como «el relato de la larga marcha de la humanidad hacia la libertad». Últimamente, sin embargo, mi fe en el progreso indefinido ha ido dejando paso a la teoría de Giambattista Vico de que la Historia avanza no linealmente, sino en círculos concéntricos, cada vez más amplios, como si la naturaleza, de la que formamos parte, nos condenase a repetir errores y aciertos, en un eterno trabajo de Sísifo sin alcanzar la cima.
Acabamos de tener confirmación de ello. La última jugada de Sánchez para permanecer en La Moncloa se parece como dos gotas de agua a las de Zapatero en las postrimerías de su mandato, tras comprobar su error de que la gran crisis de 2008 no iba a afectarnos. En vez de seguir las advertencias de Bruselas, disparó el gasto público, con lo que dejó preciosas rotondas, plazas, aceras y arcenes de numerosas villas españolas, pero nos llevó al borde de la bancarrota y la intervención. Dejando al PP la nada grata tarea de remediarlo con un duro reajuste, pues ZP perdió, naturalmente, las siguientes elecciones. Pedro Sánchez ha sido más listo: cuando todos los indicadores, desde la venta de coches a las exportaciones, advierten que la economía se ralentiza, convoca elecciones y lanza una batería de medidas -multiplicar la oferta de empleo público, subsidio a los parados mayores de 52 años, ayudas en vivienda, ampliación del permiso de paternidad, inversiones en ayuntamientos y autonomías, entre otras- cuyo monto total se eleva a miles de millones de euros, a financiar con «impuestos a los ricos», que para la izquierda son quienes tienen una empresa, no importa el tamaño, o cobran una nómina.
Dos nubarrones ensombrecen este paso. El primero, que haya sido dado por decreto ley, que requiere extrema «urgencia y necesidad», lo que es dudoso. El segundo, que se aprueban al borde de la campaña electoral, en la que está prohibido todo gasto estatal que favorezca a un determinado partido, como inaugurar obras. Y ahora, ni siquiera se inauguran obras, sino que se reparte dinero entre amplios sectores del electorado. «Un cheque sin fondos», lo llamó la diputada popular Beatriz Escudero. Bueno, sin fondos no, porque pagará el Estado y «el dinero público no es de nadie», dijo en su día la vicepresidenta Carmen Calvo, cuando es de todos. A lo que se añaden dos villanías: el PNV cobra por sus votos en cuatro transferencias -productos farmacéuticos, seguros escolares, jubilaciones de los ERE, la Autopista AP-68-, esperando más. Y cuantos apoyaron los decretos ley los objetaron. El colmo del cinismo. Fueron los mismos que echaron a Rajoy de La Moncloa: la entera izquierda y todo tipo de nacionalistas son en los que confía Sánchez para seguir en ella, sin temer ser desalojado, como Zapatero. Con nosotros pagándole la campaña electoral. ¿Qué hemos hechos para merecer esto? Elegirles.José María Carrascal
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