Este contexto espeso explica, más allá de la conmoción ante el drama y la admiración ante la entereza de una familia ejemplar, el entusiasmo con el que España se ha entregado al hallazgo, por fin, de un héroe, de alguien mejor, de Ignacio Echeverría. Su muerte es espantosa y pocas veces habrá sido posible ver así de afectada a una nación entera. Pero, al mismo tiempo, el descubrimiento del hombre, de su conducta, es gratificante para una sociedad que hace mucho tiempo que no encuentra a nadie a quien admirar en las portadas de los periódicos. Sólo hay truhanes, charlatanes y próceres fallidos, caraduras a la española, falsos caudillos mesiánicos cuyos pies no tocan el suelo cuando se sientan sobre el concepto que tienen de sí mismos. Y en eso aparece Ignacio. Y España llora por él, sí, pero al mismo tiempo hace el descubrimiento de un personaje compensatorio de toda esta escombrera humana entre la cual braceamos. Hay algo de sugestión, sí. Hay algo de depositar sobre ese hombre una representación colectiva que él jamás pidió ejercer cuando se dejó arrastrar por los instintos de un valiente.
Ignacio Echeverría me ha traído el recuerdo, anterior a nuestro propio descubrimiento como cleptocracia, anterior al levantamiento de los curanderos distópicos, de otra forma de coraje civil que, aunque dramática, nos hacía mejores: la de los políticos que servían en el Norte jugándose la vida y que a menudo la perdían. No eran truhanes: ese precio jamás lo paga un chorizo. Eran los héroes civiles cuyo vacío la vida pública ansiaba llenar para pensar de sí misma que es capaz de dar mejores personas que estos contemporáneos nuestros en los que vemos cuán bajo caímos todos. Que la decepción sea extrapolable a casi todas las naciones de Occidente —las que se añoran en el Día-D— no ha de constituir forzosamente un consuelo.
David Gistau MRF
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