El Rey no ha hecho más que cumplir con aquello para lo que le prepararon: preservar la institución para que siga estando al servicio de los españoles
Juzgar socialmente, que no penalmente, a Juan Carlos I en tiempo real obliga a entender que su exilio era la única salida. No cabía otra porque el padre ya no estaba a la altura de las lecciones que había enseñado a su hijo. Felipe VI no ha hecho más que cumplir con aquello para lo que le prepararon: preservar la institución para que siga estando al servicio de los españoles.
Tuvo que hacerlo con su hermana y su cuñado, despojándoles del título de Duques de Palma y borrándolos de la agenda de Zarzuela y ahora la lamentable actuación de su padre le ha obligado a aplicarle un doloroso castigo en lo familiar y social.
Había que hacerlo porque Juan Carlos
I se había convertido en una coartada fácil para quienes en política aprendieron hace tiempo que no hay mejor forma de tapar los errores propios que exacerbando los ajenos.
Las sospechas, casi certezas, sobre sus oscuros negocios enervan lógicamente a la sociedad, mucho más cuando el futuro de miles de familias es tan incierto como negro. Las regalías y trapacerías dinerarias de Juan Carlos I nos ofenden a todos pero además son gasolina para los pirómanos monclovitas y sus Interesados aliados independentistas.
España arde por muchas cosas y no parece que cuente con bomberos cualificados sino que son las mismas brigadas encargadas de apagar las llamas las que se esmeran en propagarlas, con un cinismo tan gigantesco como inaguantable.
Felipe VI saldrá herido en lo personal pero fortalecido en lo institucional. Ha hecho lo que no vemos, y temo que no veremos, en los partidos que conforman el Gobierno: asumir que deben ser los primeros en reprender y castigar los pecados de sus miembros, amputar antes de que la gangrena se extienda.
Sería ocioso enumerar las veces que las siglas han amparado a sus manzanas podridas, en el falso y pernicioso convencimiento de que a «los nuestros» hay que protegerlos. El Rey ha hecho exactamente lo contrario. Ha demostrado que ha sido buen Señor de un mal vasallo.
Para quienes se afanan en repetir en cansina salmodia que los desvaríos amorosos y los negocios de Juan Carlos I son la mejor prueba de que hay que abolir la Monarquía para instaurar una República, deberíamos recomendarles que se den una vuelta por los países vecinos y la vergonzante historia de algunos de sus presidentes. Aquí no se trata de cuestionar a la institución sino a quienes la representan cuando dejan de estar a la altura de sus obligaciones. Ojalá cunda el ejemplo de Felipe VI, que ha pensado en el futuro antes que blindar lo que fue y ha dejado de ser un buen pasado
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