El mantra de que tenemos una de las mejores sanidades públicas del mundo se ha demostrado calamitosamente falso. Sometido a una prueba de estrés, que es como realmente se mide a las personas y a las cosas, nuestro sistema sanitario ha hecho agua por todas partes. Ahí están los catastróficos resultados. Presumíamos como Cuba y otras repúblicas bananeras de tener una enseñanza pública y una seguridad social de primer nivel, y con este argumento justificábamos los excesos confiscatorios de la socialdemocracia. Era mentira, es mentira. La verdad es este ridículo que hemos hecho. Tenemos la sanidad pública más fallida del mundo civilizado y un sistema educativo que cría borregos de pancarta y porro. ¿Usted lleva a su hija a un
colegio público? Yo no llevo a mi hija a un colegio público.
Pero en lugar de aceptarlo y tratar de mejorar, nos pavoneamos con orgullo de asistenta ecuatoriana que dice: «Es que yo en mi país era maestra». Mucho más que matarnos, el Covid nos ha desnudado. Ha desnudado a los científicos que se creían infalibles y nos llaman a defendernos de la pandemia con los mismos recursos con que lo hicieron nuestros antepasados en la Edad Media; y ha desnudado al sistema público español con una abrumadora enmienda a la totalidad. Es la incompetencia del Estado. Del estatalismo. Del socialismo arrogante que cree que sabe gastar nuestro dinero mejor que nosotros y cuando llegan los problemas sólo sabe decirnos que nos quedemos en casa. Podemos continuar haciéndonos los héroes de lo público, proclamando méritos indemostrados, negando la realidad que es lo que mejor se le da a la izquierda. Pero vivimos sobre una mentira que no es inocua y que no sólo no nos resuelve los problemas sino que nos destruye y nos mata. Gastamos una indecente cantidad de dinero público en un sistema sanitario que no funciona, que no está bien organizado, que cuando más lo necesitábamos se ha roto y además no es sostenible. Millones de millones de euros que nos tendríamos que preguntarnos en qué los hemos gastado. Más grave aún es el drama de la enseñanza colectivista, colapsada de funcionarios frustrados, resentidos, y terriblemente mediocres que difunden sus ideas del fracaso, su rabia contra el mundo, el museo del lodo que les llevó a ser unos perdedores. Y luego los demenciales sindicatos que les representan y que son la mayor vergüenza de España: un deprimente monumento a la insolidaridad, al chantaje, al egoísmo más mezquino y ésta es la gente que se ocupa de enseñar a nuestros hijos. La mentira del estatalismo se muestra estos días en todos los espejos de España. No sólo de España, también de muchos otros países, aunque ningún otro naufragio es tan aparatoso como el que nosotros estamos experimentando. Somos el país que peor ha gestionado la pandemia. Ha fallado el sistema, la siniestra maquinaria, lo público que no tiene competencia y acaba -como siempre ocurre con la economía planificada- en recuento de cadáveres. Podemos aplaudir en los balcones, podemos cantar la Internacional, podemos insultar a Amancio Ortega y podemos continuarle teniendo este miedo supersticioso y tercermundista a la libertad. Pero los delirios colectivistas se nos han muerto en las manos, y aquí estamos, de nuevo ante la única y eterna pregunta de Dios, que es si por fin nos atreveremos a ser tan libres como Él nos hizo...Salvador Sostres
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