Con nuestro confinamiento de señoritingos pasa menos en nuestras vidas pero porque pasa más
Que no pase nada (casi nada) es lo que más me gusta del cine de Rohmer. Con nuestro confinamiento de señoritingos pasa menos en nuestras vidas pero porque pasa más. Sacar el cine a la calle era uno de los postulados de la Nouvelle Vague. Y desde luego que Rohmer salía a la calle. A las de París, a las de sitios de veraneo. Nosotros no podemos. Los paisajes extraordinarios o las casas de ensueño antes las veíamos en televisión o en el cine, ahora cualquier paisaje normal o extraordinario lo vemos por la ventana, por televisión o por Instagram. Ver el cine de Rohmer, como ver el de otros, es ver la vida tal y como la conocíamos antes.
Rohmer habría cumplido 100 años el 21 de marzo, de ser de la estirpe de Olivia de Havilland o Kirk Douglas. Aunque en sus últimos años ya parecía tener 100 años....
No he conseguido pillar el rayo verde. Tampoco a un violador que confiesa. Ni he visto un novio que reaparece. Pero en general todo es normal en su cine. Por eso fue capaz de rodar (para «Cuento de invierno») en los Campos Elíseos sin que nadie lo notase. Como Hitchcock con Cary Grant entrando en la ONU. Y sí, nuestra vida, pese a los muertos, pese al confinamiento, pese a la catástrofe económica que se avecina, es normal, más cerca de «Los Walton» (con tecnología) que de «La maldición de Hill House» o de cualquier novela de Valdemar (ahora a Shirley Jackson la ha editado Minúscula, editorial que da menos miedo).
En los últimos meses ha habido novelas de solitarias. Por un lado, «Espejo, hombro, intermitente» (Anagrama), de Dorthe Nors. Sonja, cuarentañera, vive en Copenhague traduciendo textos nórdicos de asesinatos. Una mujer con fobia social, vértigo y que no se lleva muy bien con su familia (al menos con su hermana). Y decide dar un cambio a su vida dándose unos masajes y sacándose el carnet de conducir. No le va bien ni con la masajista ni con quien le da clases. Esta mujer tiene una cotidianeidad absurda (así como la nuestra de ahora) con problemas que otros no verían. Sus problemas reales son salir y relacionarse. En esta narración también parece que no pasa nada. Pero está llena de miniaturas vitales contadas con ironía y profundidad. Dorthe Nors cuenta la soledad urbana. Lo cómico de la soledad. Por otro lado, tenemos «Mi año de descanso y relajación» (Alfaguara), de Ottessa Moshfegh. La protagonista se encierra en su piso de Manhattan y su única salida es a la farmacia (a por más narcóticos). Esta sí se me parece, aunque yo vaya a por paracetamol. Se pasa el día durmiendo y viendo películas de Whoopi Goldberg (mira, aquí la semana que viene vuelve «The Good Fight» con la cuarta temporada, no todo son malas noticias). No necesita trabajar, tiene una herencia y todo pagado. Eso es mejor que el chiflado Rey de Tailandia confinado en un hotel alemán con su séquito y 20 concubinas. El relato de Moshfegh va de muchas cosas. De sexo, de feminismo, de la industria farmacéutica y de cómo están las cabezas. Tiene suerte la protagonista de que lo que pasa fuera no le afecta. «Si nos hubiesen invadido los extraterrestres o un enjambre de langostas, lo habría notado, pero no me habría importado».
«Mi año de descanso y relajación» es una novela sobre estar vivo. Y estos días eso tiene pinta de ser importante. Una de las veces que Delphine regresa a París en «El rayo verde» (hay una sucesión de viajes sin ton ni son) lee «Bouvard y Pécuchet», de Flaubert. En la estación de tren, «El idiota», de Dostoievski. Siendo cursi, quizá estúpida, pero muy de Verne y de Rohmer, ya sólo espero ver el rayo verde..Rosa Belmonte
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