Más de 21.000 millones de dólares pagó Mark Zuckerberg por la compra de WhatsApp. De entrada, algunos accionistas pusieron reparos: ¿qué sentido tenía hacer tal dispendio por un dispositivo de uso gratuito y, por tanto, no capitalizable? La respuesta fue fulminante: poder. Mil quinientos millones de sujetos pasan hoy a través de una mensajería eficiente y sin pago. La empresa tiene, así, en sus manos el mayor banco de datos del planeta. ¿No es dinero? No, no lo es. A primera vista.
El verdadero poder hoy -el político como el económico- se construye y ejerce en el antaño inaccesible espacio de lo privado. Y ese poder tiene una virtud despótica a la que ninguna dictadura que hayamos conocido puede ser comparada. En lo que seguimos llamando «privado» -y que no es ya otra cosa que la pantalla de universales estrategias, en las que somos sólo partículas programadas-, se dibujan deseos y certezas que no admiten ni siquiera duda. Que son, con precisión algorítmica, los deseos y certezas más rentables: para los poderes que los rigen y para los sujetos que los ejecutan.
Posee el verdadero poder hoy, aquel que controla el gran banco de datos: esto es, el gran depósito de emociones, afectos, preferencias, rechazos, amor, odio. Ése puede saberlo todo de cada uno de nosotros. No es una idea nueva. Todos los totalitarismos soñaron con eso. Pero no poseían las herramientas adecuadas para ir, en esa planificación subjetiva, mucho más allá de la metáfora. Stalinismo y nazismo generaron inmensas oleadas de sumisión afectiva, de cesión voluntaria en el Jefe. Generaron también archivos policiales mastodónticos, cuyos pasillos son hoy fantasmales laberintos. Pero su lógica era represiva. Y, como tal, tenía un límite: el desagrado que toda represión genera en quien la sufre. Y la automática resistencia a ese impuesto desagrado.
El nuevo totalitarismo -porque en eso estamos, no ya en un totalitarismo metafórico como fue el de entreguerras, sino envueltos en un totalitarismo material- no reprime: diseña deseos. Y los satisface generosamente. Es la suya una rentabilidad perfecta. Para todos. Y, para más alta delicia, sale gratis. A cambio de usar de ese benévolo servicio, el gozador gratuito abandona al generoso proveedor de gozo todo lo suyo: familia, amigos, placeres, desagrados, filiaciones, recuerdo, olvido... El receptor de todo eso es un banco maravilloso, que no cobra intereses. Supongamos que es un almacenador honesto, a pesar de su gigantismo monopólico. Pero es que, a decir verdad, no hay banco que no sea saqueable. Como WhatsApp ahora.
Aquellos bancos de datos que eran los archivos policiales en las dictaduras del Este de Europa antes de caer el muro resultaban enternecedoramente ineficientes: cuando almacenas todo, corres el riesgo de no volver ya nunca a encontrar nada. De esa inoperancia por elefantiasis, que acabó por comerse a las omnipresentes policías políticas de la URSS o de la Alemania del Este, están a salvo los universales bancos de datos de ahora. Algoritmos complejos, operando sobre máquinas de potencia ignota, filtran al instante los datos y sujetos exactamente perseguidos. No hay resquicio en el cual ocultarse. Ni salida.
O hay una. Sólo. Allá en los años en los que ser clandestino era lo único decente, una norma de oro lo regía todo: cuando hables por un teléfono, hazlo como si estuvieses en medio de la calle y gritando por un megáfono. O mejor, nunca hables por teléfono. Así ahora. Hombre libre, cancela todas tus redes.....Gabriel Albiac
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