La Organización Mundial de la Salud ha decidido incluir en su listado de enfermedades lo que llama el «síndrome del trabajador quemado». Al parecer, los síntomas de la nueva dolencia son estrés, sentimientos negativos hacia el trabajo, menor rendimiento... En los telediarios, los psicólogos explican que las personas que padecen el síndrome «afrontan las jornadas con tristeza y con pensamientos negativos». Tras escucharlos, he llegado a una sorprendente conclusión: soy un enfermo crónico, «quemado» desde que tengo uso de razón, pues no recuerdo un día en que me apeteciese ir al parvulario, o al cole, o más tarde a la universidad y al trabajo. Al despertarme, jamás he sentido júbilo alguno ante la perspectiva de pasarme el día encerrado currando. Simplemente es tu deber y cumples con él. Es ley de vida.
A nuestros padres y abuelos -que vivieron en la era previa a la actual Generación Piel de Melocotón-, o a nuestros infatigables competidores chinos, se les escapará una sonrisa irónica cuando escuchen hablar del «síndrome del trabajador quemado». Comentando la noticia, un amigo me hace esta observación: «Todos los días mi padre salía a trabajar a las seis y media de la mañana y llegaba de vuelta a casa a las diez de la noche. Era conductor de bus en Orense. Imagínate qué ameno y qué creativo. Pero con eso consiguió que yo pudiese ir a la universidad. Era su trabajo y lo hacía. Punto». Concuerdo. En mi infancia, mi padre era un acontecimiento que ocurría una vez al mes, pues se pasaba 18 días pescando en el Gran Sol y solo dos o tres noches en casa. En cada marea allá en los mares de Irlanda recibían golpes de mar espeluznantes. A veces se les rompía el copo y tenían que recoserlo en cubierta, mientras el barco se convertía en una montaña rusa, con riesgo físico cierto. Dormían poco y mal, pasaban frío, miedo bajo los temporales del Atlántico Norte y a veces soportaban el acoso de patrulleras británicas e irlandesas. Estaban lejos de sus familias y sin comunicación alguna con ellas. Nunca un lamento. Un trabajo duro, pero a mi padre le permitió prosperar y convertirse en armador. Hoy sería candidato al «síndrome del trabajador quemado», pues cuesta concebir exigencia laboral mayor. Como la de los camioneros que cruzan Europa con sus trailers; como los periodistas que realizan tareas nada glamurosas, pero imprescindibles; como los taxistas que apuran seis horas de sueño y se pasan catorce al volante; como las enfermeras y enfermeros que con enorme profesionalidad y humanidad cuidan a terminales cada día; como los profesores de instituto enfrentados a la misión de enseñar a chavales que no quieren ser enseñados; como los manteros que sobreviven en las aceras en vilo constante; como los vendedores que se buscan la vida a puerta fría... Europa vive tan bien que se ha vuelto perezosa (véase el caso francés, donde el Louvre cerró el lunes porque su personal invocó el «derecho de retirada» alegando que había demasiado público). Pero Asia, nuestra competencia, vive para el trabajo. ¿Quién prosperará más? Y disculpen la incorrección política....Luis Ventoso
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