Con la victoria de Pujol en 1980 arrancó el llamado proceso de «construcción nacional»
Lo mismo que Zavalita se pregunta «cuándo se jodió Perú» en Conversación en La Catedral, la novela de Vargas Llosa, resulta necesario interrogarse en qué momento se jodió Cataluña. Hay una fecha de la que podemos partir para entender lo que está sucediendo estos días en Barcelona y otras ciudades catalanas: el 20 de marzo de 1980.
España se hallaba a punto de terminar la Transición y Adolfo Suárez pilotaba un Gobierno dividido por las rencillas internas de UCD y golpeado por ETA. Aquel año la banda terrorista asesinó a 93 personas, una cifra que jamás se volvería a superar. El Ejército se removía inquieto.
Aquel 20 de marzo yo fui uno de los 2,7 millones de ciudadanos que acudió a votar. Lo hice en un colegio público cerca de Montjuic. Había un ambiente de entusiasmo, casi de euforia, con la sensación de que Cataluña vivía un momento histórico. La Generalitat había sido restaurada en 1977 con la vuelta del exilio de Josep Tarradellas y los catalanes iban a elegir por primera vez desde la República a sus gobernantes. Muy pocos albergaban ya en su memoria la esperpéntica proclamación del Estado catalán por Companys en 1934 que duró solo unas pocas horas.
Las urnas dieron la victoria a Jordi Pujol, el líder de CiU, que logró el 27% de los votos. El PSC sacó el 22% y el PSUC, el 19%, pero no sumaban apoyos para lograr una mayoría parlamentaria. Pujol fue investido presidente del nuevo Gobierno, con el respaldo de ERC y UCD.
Esa es la fecha de la que arranca el llamado proceso de «construcción nacional», término acuñado por el pujolismo para extender los tentáculos del nacionalismo al aparato administrativo, las instituciones, la educación, los medios y toda la sociedad catalana. Pujol permaneció 23 años en el poder, tejiendo la estructura que ha hecho posible el desafío independentista que culminó en los meses de septiembre y octubre de 2017.
A lo largo de este periodo de más de dos décadas, la Generalitat creó instrumentos de poder como el Cuerpo de los Mossos ‘Esquadra y la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales mientras aumentaba gradualmente sus competencias gracias a los Gobiernos de González y de Aznar, que necesitaban el apoyo de CiU para gobernar en Madrid. Un hito especialmente importante es la Ley de Normalización Lingüística, que consagra la supremacía del catalán sobre el castellano en las escuelas y en la Administración, aprobada en 1983.
La habilidad de Pujol residió en evitar enfrentamientos con los Gobiernos de España durante los años 80 y 90, revistiéndose del disfraz de estadista. El presidente de la Generalitat no dejaba pasar la ocasión de subrayar su apuesta por la gobernabilidad y por la estabilidad parlamentaria. Pero mientras iba avanzando paso a paso, sin perder de vista que el objetivo era dotar a Cataluña de unas estructuras de Estado.
La hegemonía del nacionalismo «moderado» que representaba CiU era indiscutida, de suerte que el PSC, encabezado por Reventós y Obiols, se abstenía de hacer oposición, aceptando implícitamente que Pujol era invencible. El PSUC, muy activo durante la Transición, caminaba hacia su ocaso.
Un hito que pudo cambiar la historia de Cataluña fue el caso de Banca Catalana, que estalló en 1982 cuando se produjo una importante fuga de depósitos que obligó al Estado a intervenir la entidad de la que Pujol había sido máximo responsable ejecutivo hasta su decisión de encabezar CiU.
La Fiscalía se querelló contra Pujol y los gestores de Banca Catalana bajo gravísimas acusaciones que ponían en evidencia que se habían desviado miles de millones de pesetas para financiar empresas vinculadas a la familia y el nacionalismo catalán. Pero la Audiencia de Barcelona decidió archivar la investigación judicial contra Pujol en 1986. No hay duda de que en esa decisión pesaron las amenazas del president, que se escudó tras Cataluña para chantajear al Estado con una insurrección popular. Esa fue la primera vez que el nacionalismo enseñó sus garras. Y venció la batalla porque hay constancia de que Felipe González, asustado por la reacción, hizo lo posible para que no prosperara la querella.
Absoluta impunidad
Pujol actuó con absoluta impunidad hasta el final de sus seis mandatos. Era intocable para los gobiernos de Madrid, que jamás osaron indagar sus cuentas. Hoy sabemos que el presidente y sus hijos se aprovecharon de su poder para hacer una fortuna que algunos han calculado en varios cientos de millones de euros. La Justicia le investiga desde hace siete años, pero todavía no ha tomado ni una sola medida para importunarle.
Ni siquiera el PP osó enfadar al gran patriarca, que impulsó el llamado Pacto del Majestic para que Aznar pudiera gobernar en 1996 con el apoyo parlamentario de CiU. Pujol se cobró el favor con generosas contrapartidas del nuevo Ejecutivo, especialmente en materia fiscal. Antes había dejado caer a un Felipe González, tocado por la corrupción y el caso GAL.
El reino de Pujol terminó en 2003 cuando decidió no presentarse a las elecciones tras nombrar candidato a su delfín Artur Mas. CiU ya había perdido muchos apoyos y no pudo revalidar la mayoría. Pasqual Maragall pasó a presidir la Generalitat, encabezando un Gobierno tripartito de coalición con ERC e ICV, la sucursal catalana de IU.
Fue Pasqual Maragall quien impulsó un nuevo Estatuto de Autonomía, que suponía la creación de un Estado dentro del Estado. El texto aprobado en el Parlament tuvo que ser revisado y pulido por el Congreso, ya que, entre otras muchas medidas, incluía el control del poder judicial por parte de la Generalitat, blindaba las competencias de Cataluña por encima de las leyes estatales y contemplaba símbolos propios. Zapatero apoyó la iniciativa de Maragall que se le acabó escapando de las manos. Fue en esa época cuando afirmó que España era «una nación de naciones».
Artur Mas tardaría siete años en sentarse en el sillón de la Generalitat gracias a los buenos resultados de las elecciones de 2010 en las que consiguió derrotar al tripartito, roto por sus diferencias y con un mensaje de moderación que caló en el electorado. Su discurso parecía incluso menos nacionalista que el de Maragall y Montilla, que optó por liderar la confrontación con el Estado cuando el Tribunal Constitucional anuló importantes artículos del Estatuto, aprobado en consulta en 2006 con una participación marginal. Los nacionalistas nunca aceptaron el fallo del Constitucional. Eso explica mucho de lo que pasó después.
Mariano Rajoy ganó las elecciones generales a finales de 2011 en plena crisis económica a la que Cataluña no pudo sustraerse. Fue unos meses después cuando Artur Mas viajó al Palacio de La Moncloa para pedir el presidente del Gobierno un régimen fiscal semejante al vasco. La respuesta fue negativa. A Mas, a su regreso a Barcelona, le faltó tiempo para anunciar una confrontación abierta con el Estado. Fue ese momento, en el verano de 2012, cuando arranca el procés. Se dejo de utilizar el término «construcción nacional» y se empezó a hablar abiertamente de una hoja de ruta para lograr la independencia.
Todo ello se escenificó en la Diada de ese año cuando un millón de nacionalistas salieron a la calle para reivindicar sus derechos. De repente, el Gobierno se dio cuenta de que la amenaza de Artur Mas iba en serio y que la relación con las instituciones catalanas nunca volvería a ser lo que había sido.
¿Cuáles fueron las razones que llevaron a Mas a cambiar de estrategia e impulsar una insurrección contra el Estado? Es imposible saber lo que el president tenía en su mente, pero no hay duda de que la crisis económica y el cerco judicial a CiU y sus dirigentes por corrupción propiciaron la deriva del nacionalismo hacia posiciones de ruptura con el Estado.
El propio Artur Mas fue acusado de ser beneficiario de unas cuentas en Suiza de su padre, coincidiendo con la aparición de informaciones de origen policial que ponían de manifiesto que Pujol se había enriquecido ilegalmente, como Prenafeta, Alavedra y otros estrechos colaboradores.
La alianza con ERC
En un intento de huida hacia adelante, Mas se alió con ERC, su tradicional adversario político, para llevar a cabo una gigantesca operación de propaganda con eslóganes que culpabilizaban al Estado español de todos los males de la sociedad catalana. TV3 desempeñó un papel clave en esta estrategia.
El líder de CiU construyó una falaz argumentación en torno al «España nos roba», llegando a cuantificar el déficit fiscal de Cataluña respecto al Estado en 6.000 millones de euros, una cifra desproporcionada que fue asumida de forma acrítica por su clientela electoral. Y ello acompañado de una costosa campaña internacional para ganar apoyo para su causa. En noviembre de 2014, Artur Mas impulsa la consulta sobre la autodeterminación, que se celebra con más pena que gloria y por la que luego es inhabilitado cuando ya está fuera del poder. El Gobierno no movió ni un solo dedo para impedirla.
A partir de comienzos de 2016, tras presentarse Convergencia y ERC con una lista única a las elecciones, bajo la marca Junts Pel Sí, el independentismo pisa el acelerador. El nuevo timonel es Carles Puigdemont, alcalde de Girona, que pasa a liderar el Govern. Puigdemont saca adelante una nueva hoja de ruta, intensifica la desobediencia de las leyes del Estado y las sentencias judiciales y moviliza a sus bases para llevar a cabo una nueva consulta. Ya no hay marcha atrás.
Esa movilización eleva la tensión y fractura la sociedad en dos mitades. Comienzan los asaltos a las sedes de los partidos constitucionalistas, la expulsión de los militantes del PP y Ciudadanos de los espacios públicos, la presión en la calle al Gobierno de Rajoy y una campaña sin precedentes de TV3 para apoyar la consulta y el derecho de autodeterminación.
El procés alcanza su punto culminante en el pseudo referéndum del 1 de octubre de 2017, en cuya convocatoria se anticipa una declaración inmediata de independencia. Pero previamente, el 6 y el 7 de septiembre, el Parlamento catalán aprueba las leyes de desconexión que consagran la ruptura con la legalidad española.
Antes de la consulta, el independentismo hace una demostración de fuerza en la concentración del 20 de septiembre frente al departamento de Economía. Aquel día se congregan 40.000 manifestantes frente al edificio en el que se está practicando un registro judicial. La secretaria de la comitiva tiene que abandonar el lugar por una azotea a medianoche. Varios coches de la Guardia Civil quedan destrozados en un ambiente de odio e intimidación de los asistentes liderados por Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, emulando a Lenin en las jornadas revolucionarias en San Petersburgo de 1917.
Parece difícil sostener que aquellas movilizaciones impulsadas desde el poder fueron una quimera o una ensoñación porque no hay duda de que las bases nacionalistas estaban convencidas de que la independencia estaba a su alcance. Y muchos de ellos la celebraron cuando el Parlament procedió a declararla el 27 de octubre de 2017 en unos momentos en los que el Senado estaba discutiendo la aplicación del artículo 155.
Desde arriba
Hoy empezamos a tener una cierta perspectiva de lo que sucedió en los siete años que van desde la visita de Mas a Rajoy hasta la violencia desatada en las calles tras la sentencia del Supremo. No hay duda de que el procés obedeció a una estrategia planificada por una élite independentista que apreció una coyuntura favorable para romper la unidad de España. Pero sus líderes jamás pensaron que tendrían que sentarse en el banquillo, soportar casi dos años de prisión preventiva y, por último, una condena por sedición, malversación y desobediencia.
Estaban convencidos de la debilidad del Estado español y de que su desafío iba a quedar impune o ser sancionado con un castigo simbólico. Se equivocaron, pero sus decisiones han traído consecuencias: miles de empresas han abandonado el territorio, han fracturado a la sociedad, no han obtenido ningún apoyo internacional y no han conseguido ninguno de sus objetivos políticos. Con perdón, Cataluña está bien jodida.....Pedro García Cuartango
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