«Lo que está pasando en Cataluña podría resumirse
en que no sabemos lo que nos pasa. Cuestión
de psicoanálisis. Todo se va al traste con el autogobierno.
La Cataluña intrigante, rural, quejosa y victimista se
hace con el poder llegando al paroxismo de
la estupidez política con Mas, Puigdemont y ahora con Torra»
El hartazgo por las cosas de Cataluña es palpable. Lo malo no será que la mayoría de españoles acaben hartos de los de esa república inexistente, idiotas, sino que tamaña idiocia termine arrastrando a los que nunca se les (nos) ha pasado ni remotamente por la cabeza ese dislate. Lo de la independencia de Cataluña es una especie de recurrencia que, de siglo en siglo, se apodera de algunos catalanes aventados, como un virus maligno, contagioso y expansivo. En eso estamos. La infinita paciencia cosmopolita y peninsular, española en suma, ha evitado siempre ese desgaje insensato y montaraz.
1. «I catalani». Contesta Sánchez Ferlosio a Julián Marías sobre si en la Constitución de 1978 debe decirse castellano o español. Marías apelaba al cardenal Pietro Bembo (contemporáneo de Nebrija) diciendo que en Italia se hablaba ya en 1538 de español (spagnuoli) para referirse a lo que en Castilla se denominaba castellano. Pero resulta que también, como afirma Ferlosio, al catalán, que entonces se hablaba en la corte pontificia, se la tenía por otra lengua española, infiriendo que cuando Bembo se refiere a la corte de Alejandro VI, y de que en ella se hablaba con «voci» y «accenti spagnuoli», alude más bien al catalán o a las dos (catalán y castellano), ya que ambas lenguas se hablaban por igual en el Estado Pontificio. Es tal la influencia de i catalani que cuando Alejandro de Borja es elegido Papa (Calixto III) temen los italianos que la fortaleza de la Iglesia quede en manos de estos, dada la influencia de Alejandro sobre el Rey Alfonso V de Aragón. Escribe Ferlosio: «…los romanos, acostumbrados a la discreción que en punto de nepotismo habían mantenido Eugenio IV y Nicolas V, acrecentaron, por semejante tacha, su ya viejo odio hacia “i catalani”. Pedro Luis, un sobrino aventajado del Papa que tomó el apellido de Borja, cometió todo tipo de tropelías hasta el punto de que un cronista, Paolo di Ponte, afirma: E tutto quel tempo que regnao (Calixto III) mai non fu veduto lo piu triste goberno di ruberie ogni dí homicidii et cuestione per Roma, ne si vedevano se non Catalani».
2. «Los quejosos». Después de negarse a participar en la «Unión de Armas», cuyo objetivo era, entre otros, defender las fronteras de Cataluña, el Consejo de Hacienda proclamaba, en el reinado de Felipe IV, que «el mayor beneficio de las guarniciones fronterizas se les reporta a las provincias mismas, y deben esperarse razonablemente que las mantengan, y Castilla no tenga que llevar toda la carga, especialmente cuando los ingresos reales se hallan en situación tan imposible, y los castellanos tan agotados y oprimidos con tributos». Durante la guerra de los treinta años, que es cuando todo eso se pone sobre el tapete, casi quince años estuvo el principado bajo la protección de Francia. En esos lustros, hasta la paz de los Pirineos en 1649, fueron los catalanes vasallos de Luis XIII y luego de Luis XIV. Dice Lynch que la sustitución de Felipe IV por Luis XIII no solucionó ninguno de los problemas de Cataluña. Por el contrario, todas las quejas que los catalanes formulaban contra Castilla se dirigieron hacia Francia, ganándose nuestros antepasados el adjetivo poco honorable de «los quejosos». Como consecuencia de ello, Cataluña perdió el Rosellón y Conflent (que ahora los seguidores del sabio Torrent et altri denominan «Cataluña Norte»). Tras el matrimonio de Luis XIV con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, Cataluña volvió, trasquilada y con el rabo entre las piernas, a la soberanía de la Corona española que, al fin y al cabo, les garantizaba sus leyes y privilegios y no les esquilmaba a impuestos.
3. El oasis catalán. No es el de Pujol, no. En el siglo XVIII y tras el cambio de dinastía en España, esa actitud obstruccionista, quejosa y antiburguesa, azuzada por la baja nobleza catalana plagada de salteadores y bandoleros (leer a Cervantes o a Vicens Vives), cambió radicalmente ya en el reinado de Felipe V, que creó «les esquadres», lo que hoy denominamos «mossos de esquadres», antecedente inmediato de la guardia civil, poniendo orden en los caminos y sometiendo a la ley -merced al Decreto de Nueva Planta- a esa pequeña nobleza rural y levantisca. Con Carlos III, unos años más tarde, se abrió a los catalanes el mercado americano y los Borbones pasaron de denostados a salvadores si nos atenemos a las lecturas de los intelectuales más conspicuos de la época: Capmany, Finestres o Dou, éste último primer presidente de las Cortes en Cádiz. Capmany llega a decir que España era hasta que llegaron los Borbones «un cuerpo cadavérico, sin espíritu ni fuerzas para sentir su misma debilidad». Y Cadalso, lleno de admiración, en sus Cartas Marruecas califica al catalán como el pueblo más industrial de la Península recordando que «algunos los llaman los holandeses de España». Los odiados «catalani», intrigantes, corruptos y ventajistas, o «les catalans», siempre quejosos y pedigüeños, se convirtieron en diligentes burgueses que se habían puesto a trabajar en lugar de dedicarse a la política estéril de camarillas o a la insolidaridad más grosera de la que hicieron gala nuestros antepasados en la época de los Austrias.
4. El triunfo de la economía. A mediados del siglo XIX, coincidiendo con la derrota de España en Cuba y Filipinas ante el moderno ejército de Estados Unidos, la llamada por Azorín «generación del 98», comenzaron otra vez las recurrentes peticiones, «les greuges» (agravios) de los catalanes, que devinieron en políticas proteccionistas de la industria y del comercio obtenidas por mano maestra de políticos como Prat de la Riba y Cambó, quienes vieron con claridad que donde «i catalani» o «los quejosos» debían dirigir sus reclamaciones era al gobierno de la nación española que florecía en los años de la Restauración monárquica alfonsina y que, al fin y al cabo, era quien las escuchaba seriamente. En la época del denostado franquismo fue, sin embargo, cuando los catalanes consiguieron mayores ventajas gracias a que todos ellos habían instalado sus tiendas de campaña en ese Estado «centralista» y «genocida cultural» que, miren ustedes por donde, rompió con el sistema radial de comunicaciones (uniendo los puertos de Barcelona y Bilbao a través de autopista) y no poniendo trabas al desarrollo de la literatura, edición, música y banca catalanes. Amén del desarrollo del «Dret civil de Catalunya». Ullastres, López-Rodó, Udina Martorell, Estapé, Trias Bertrán, Sardá Dexeus, Fontana Codina, etcétera, colocaron a Cataluña en un nivel tan alto que durante años sí que fuimos considerados otra vez «los holandeses» de España.
5 La invasión de la mediocridad. En mis anteriores artículos de esta serie publicados aquí («España al borde de la esperanza» y «Los amigos del procés») daba cuenta de algunas de las causas de lo que está pasando en Cataluña que podría resumirse en que no sabemos lo que nos pasa. Cuestión de psicoanálisis. Todo se va al traste con el autogobierno. Todo. La Cataluña intrigante, rural, quejosa y victimista, la del España nos roba y la del «aixó no es prou catalá» (esto no es suficientemente catalán), despreciando todo lo que ignora, se hace con el poder llegando al paroxismo de la estupidez política con Mas, Puigdemont y ahora con este Torra que tenemos. Pujol dijo en memorable ocasión, cuando se discutía la Constitución, que «esta vez no queremos fracasar». Pues vaya. He aquí el cadavérico resultado de esta Cataluña gobernada por sus hijos y nepotes. Un fracaso sin paliativos. Al final lo peor no será que Cataluña quiera independizarse, ahora todavía una minoría, sino que hartos en Europa y con mayor razón en España; e incluso hartos de nosotros mismos de tanto i catalani, de pedigüeños y de quejosos, un día, el Clemenceau de turno vuelva a repetir, para nuestro sonrojo, lo que le espetó a una delegación catalana que fue a reclamarle la independencia en plenas negociaciones del Tratado de Versalles: «¡Pas d’histoires monsieurs!». Aunque siempre podremos inventarnos en Cataluña una nueva alianza con Inglaterra como en 1700, aprovechando ahora lo del Brexit.......
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