Nadie en el PSOE parece preguntarse por qué todos los socios de Sánchez son enemigos de los valores constitucionales
Ni siquiera por motivos electorales parece haber en el PSOE ninguna personalidad relevante dispuesta a preguntarse por qué todos los aliados de Sánchez son, sin excepción alguna, enemigos declarados de los principios constitucionales. Desde los herederos de ETA a los comunistas radicales, pasando por los insurgentes separatistas catalanes, los socios de la moción de censura proclaman sin recato su propósito de llevarse lo que llaman «el régimen del 78» por delante. Frente a ese bloque de ruptura no hay en el socialismo español nadie capaz de alzar su voz para provocar un mínimo debate sobre el peligro de amistades tan poco ejemplares. El silencio sobre los incidentes de Alsasua resulta una demostración de complicidad lacerante; ninguno de los barones antaño críticos ha disentido de las consignas oficiales que acusan de provocadores a quienes ejercieron en un medio hostil su derecho a manifestarse. Las protestas en voz baja no sirven cuando están en juego cuestiones fundamentales. Lo único que importa al respecto es que la sociedad ha recibido de la antigua socialdemocracia un mensaje unánime de afinidad con la barbarie.
La razón de ese bochornoso sigilo es que el presidente tiene secuestrado al partido. Primero con la victoria en las primarias cambió el modelo interno para aproximarlo a un populismo de caudillaje y plebiscito; luego ha usado el poder como mortero con el que enterrar la discrepancia en espeso hormigón político. Es cierto que González siempre miró con agrado a los nacionalistas, a los que llamaba -¿te acuerdas, Nicolás Redondo?- «nuestros amigos», pero al menos entonces el desafío al Estado no era tan explícito. Entre aquel tiempo y el actual media una sublevación golpista contra el orden legítimo a la que el Gobierno presta soporte jurídico para restar importancia -y penas- al delito. Esa actitud inédita de sometimiento al separatismo tampoco ha merecido no ya un solo reproche sino ni un leve remilgo, ni un atisbo remoto de distanciamiento constructivo. Calla el aparato, callan los líderes territoriales, callan los ministros. Calla incluso la vieja guardia felipista que antes exhibía su autoridad moral como un dique de defensa del constitucionalismo. Y callan a sabiendas de que las cosas van por mal camino, temiendo que una queja, una reconvención o un simple reparo parezcan pataletas de vencidos.
La derrota de Susana Díaz en las elecciones internas les enseñó a todos ellos, y a la propia presidenta andaluza la primera, que tocaba asumir la nueva estrategia. Piensan que en 2016 se jugaron el tipo, y lo perdieron, para permitir que siguiera gobernando la derecha. Así que mientras Sánchez conserve el poder y atraiga el voto útil no sufrirá objeciones ni disidencias; todo lo más algún lamento quedo y meneos resignados de cabeza. Aunque no se trate de asentimiento sino de una mera cuestión de supervivencia.Ignacio Camacho
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