La jerarquía académica catalana utiliza al alumnado como lanzadera de una subversión instigada desde el propio sistema
Existe un consenso de análisis bastante generalizado -salvo en el nacionalismo, claro está- sobre la idea de que la raíz esencial del conflicto catalán contemporáneo está en el régimen educativo que Pujol diseñó en los noventa con la conformidad o la indolencia de los diferentes gobiernos de España. La inmersión lingüística como «bomba biológica» programada a medio plazo; los mitos como base del adoctrinamiento histórico y el estricto control ideológico del profesorado fueron las herramientas con que se ha instruido a varias generaciones en la conciencia cerrada, uniforme y hegemónica del pensamiento identitario. No es casualidad que el protagonismo del 1-O y de la actual revuelta callejera, elementos graduales de un proceso revolucionario, haya residido en esos estudiantes catequizados en la ficción del destino manifiesto de Cataluña como pueblo soberano. Y el gran problema es que ese modelo está blindado por el Tribunal Constitucional y por tanto no va a ser fácil, en el supuesto de que alguien lo pretenda en serio alguna vez, revertirlo o racionalizarlo en un sentido de mínima lealtad a los principios del Estado.
La huelga obligatoria de las universidades, tolerada o alentada por los rectores, explica bien ese designio nacionalista que en los últimos años ha acelerado hacia el horizonte de la independencia. El ámbito universitario es en todas partes del mundo una especie de vanguardia de la protesta -y con frecuencia también un paradójico reducto de intolerancia y de comportamientos grupales propios de sectas-, pero las autoridades educativas catalanas lo han convertido en lanzadera de su estrategia utilizando al estudiantado como fuerza de choque insurrecta. Sólo en una realidad trastornada por una patología social severa cabe concebir que la jerarquía académica consienta la exención de exámenes y proponga la devolución de las matrículas a los alumnos que boicotean las clases para entregarse a la presión violenta. No estamos ante una algarada juvenil sino ante un CDR con birrete, una subversión institucional instigada desde el propio sistema.
Todo ello, de nuevo, ante la pasividad y/o la complicidad de un Gobierno de la nación encogido -pobre Pedro Duque, malversando como ministro su prestigio de astronauta y científico- y de una Conferencia de Rectores incapaz de mostrar cierto compromiso constitucionalista por falta de coraje cívico. Sólo una minoría de estudiantes se ha atrevido a defender sus derechos y plantar cara, corriendo riesgo físico, a la coacción del separatismo. La mayoría de la sociedad, resignada; el poder estatal, desaparecido; los dirigentes autónomicos, envalentonados; el profesorado, cerrando filas con el desafío. Y la razón intelectual, esencia de la enseñanza en libertad, atropellada por el caciquismo político. Pocos motivos de optimismo ofrece este sobrecogedor retrato de un desvarío colectivo...Ignacio Camacho
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