A un mes de que expire el plazo para formar Gobierno, Pedro Sánchez ha tenido este fin de semana en Biarritz la oportunidad de contemplar el mapa político y moral de quienes pueden ayudarle a hacerlo. Porque allí, alegremente mezclados con los chalecos amarillos franceses, los sindicatos radicales vascos, el tristemente célebre Bloque Negro, las plataformas anti desahucios y otros movimientos anticapitalistas y antiglobalizadores del mundo entero, han participado en los actos de protesta contra el G-7 los dirigentes de Bildu y de Podemos, algunos de los cuales por cierto hicieron sus pinitos contestatarios en la violenta contracumbre de Génova a principios del milenio. Lo mejorcito de cada casa: hasta el último jefe oficial de ETA, David Pla, en inexplicable libertad por un contencioso no resuelto del marco judicial europeo, se paseaba con su banderita entre los manifestantes, tan ufano y contento. La víspera de esta «festiva y familiar» concentración habían sido heridos varios agentes por disparos de morteros caseros. El retrato de situación era perfecto: entre el presidente, reunido con sus colegas más selectos, y sus eventuales socios de investidura en el Parlamento había una barrera de ¡¡veinte mil policías!! por medio.
Las consignas gritadas por el colorido coro altermundista dejan poco lugar a dudas sobre su identidad y vocación antisistema. No ha faltado ninguna causa ni ninguna bandera habitual de combate o resistencia contra el capitalismo y el liberalismo al que la extrema izquierda culpa de la totalidad de los males del planeta. Y en amable deferencia al escenario tan próximo a la frontera, han añadido la autodeterminación «política, económica, cultural, alimentaria y energética». Además, por supuesto, de la solidaridad con los presos vascos -es decir, de la ETA- y con «los pueblos que sufren», entre los que Cataluña figuraba junto a Palestina, Sudán, Hong-Kong o Crimea como víctimas de imperialismos opresores contra su voluntad de independencia. Los nuevos parias de la tierra.
Como Sánchez es un pragmático que carece del vagaroso idealismo progresista de Zapatero, aunque recuerde a su antecesor en muchos aspectos, cabe imaginar que no habrá albergado dudas de estar en el lado correcto. Su sentido del poder es lo bastante intenso para descartar cualquier simpatía o parentesco con quienes cuestionan un statu quo en cuyo seno se halla tan satisfecho. Por eso no se entiende -y si se entiende es peor- que exista la más mínima posibilidad de que llegue con ellos a un acuerdo. En el G-7 nadie le habrá dicho nada porque los mandatarios de la élite mundial son discretos, pero en septiembre, si su desconfianza hacia tan ilustres candidatos a aliados va en serio, le bastará recordar a la opinión pública española dónde estaba cada cual en este momento. Y si no lo hace sabremos de qué es capaz para continuar en el puesto.....Ignacio Camacho
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