Al abusar del secreto de Estado para encubrirlos, el presidente admite que parte de sus actos son semiclandestinos
Como las leyes de transparencia no existían en tiempos de Bismark, el legendario canciller prusiano pudo decir aquello de que el pueblo no debía saber cómo se hacen las leyes ni las salchichas. Un siglo y medio después rige un muy distinto paradigma que obliga a los dirigentes a actuar bajo el abierto escrutinio de la ciudadanía. Fuera de los asuntos de seguridad nacional, el margen del secreto queda muy restringido en la economía y en la política; las empresas saben que la opacidad de gestión está mal admitida y hasta las fábricas de embutidos se someten a una normativa de etiquetado estricta. La calidad de una democracia se mide por su nitidez administrativa; sobre todo en materia de gasto público es imprescindible que las cuentas, los contratos y los procedimientos estén a la vista.
El Gobierno benéfico de Sánchez, que ayer celebró el día de los Inocentes exhibiendo un cómico y triunfal balance autosatisfecho, suspende (también) en este elemental aspecto. El presidente guarda bajo llave desde las facturas de sus desplazamientos hasta los programas antiplagio que supuestamente revisaron su doctorado fullero. Los documentos de sus negociaciones con los separatistas catalanes permanecen en el misterio pese a las demandas de la oposición para que los enseñe al Congreso, e incluso las gestiones para desenterrar a Franco -su proyecto estrella- se desarrollan bajo un velo de silencio. El Gabinete de la regeneración maneja materias clave con disimulo hermético, esconde compromisos y hurta al Parlamento los detalles de sus semiclandestinos trapicheos. A conveniencia de parte confunde reserva con escamoteo y discreción con encubrimiento.
Siendo objetivamente más grave la ocultación de sus tejemanejes con Torra en una reunión a la que confirió carácter de encuentro diplomático -y cuyo contenido somero se ha conocido porque su interlocutor lo ha filtrado-, casi resulta más ofensivo para la opinión pública el descaro con que el primer ministro ampara bajo el sigilo oficial los detalles de sus viajes privados. En su desahogado disfrute del poder ha usado un helicóptero militar para asistir a la boda de un cuñado y ha movilizado un Falcon para acudir a un concierto de verano, privilegios que sólo puede arrogarse quien se considera a sí mismo un bien de Estado. La negativa a revelar esos datos -o el del importe de sus vacaciones- constituiría en cualquier país europeo flagrante motivo de escándalo, pero Sánchez el transparente se ufana sin empacho de mantenerlos a buen recaudo. Una de dos: o en su arrogancia ni siquiera es consciente del daño que causa a su imagen ese abusivo desparpajo o teme que sea peor el conocimiento del despliegue en sus términos exactos.
Sea como fuere, no hay modo de encajar en la sensibilidad de la política moderna tan gratuitos enigmas. El presidente de la limpieza ha montado en La Moncloa una salchichería..Ignacio Camacho
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