Sánchez no buscó en su viaje a Cataluña una rectificación de Torra, sino la reafirmación de su política de «diálogo»
A la hora de hacer balance sobre la arriesgada maniobra de reencuentro con Joaquim Torra en Cataluña, Pedro Sánchez tendrá que sopesar ahora los pros y los contras de las consecuencias que ha generado su paso por Barcelona. En solo diez días, Sánchez ha pasado de presidir un Gobierno que tildó a Torra de «iluminado» a suscribir con él un comunicado ilegible en el que la Generalitat vetó la palabra Constitución, y en el que se calificaba el intento separatista de golpear al Estado con una desobediencia como un «conflicto» entre los naciones de idéntico rango.
Sánchez ha arriesgado en exceso, aun en el convencimiento de que la «política ibuprofeno» ya está desacreditada por inútil. No fue a Cataluña en busca de una rectificación real de Torra, por imposible, sino de una impostada reafirmación de su política de «diálogo» o «apaciguamiento» en beneficio propio. Mientras no se produzca una rectificación del separatismo, cualquier intento de domarlo siempre será un fracaso, y Moncloa es consciente de ello. Por eso, Sánchez ha estudiado otras formas de sacar rédito a la fractura del independentismo y no verse obligado a convocar elecciones generales. Ese, y no otro, es el interés real de la maniobra de Sánchez.
La primera premisa de esta renovada «operación Cataluña» es que objetivamente nada ha avanzado con esta «minicumbre» teatral. Sin acuerdos objetivos de fondo que analizar, el triunfo pretendido de Torra y Sánchez se basaba en que durante 48 horas la ciudadanía se contentase con «consumir» gestos políticos, en un ejercicio de buenismo enternecedor propio de estas fechas. Pero ha sido una función navideña de colegio de cuya tramoya interior nadie sabe nada, diseñada con nocturnidad y alevosía para cubrir las apariencias. Demasiada demagogia gestual. Demasiada propaganda con celofán. Se ha simulado un preacuerdo opaco y deliberadamente confuso entre dos líderes que se necesitan mutuamente para sobrevivir en sendos entornos amenazantes para su propia existencia. Más aún, ambos se han prestado a utilizarse mutuamente como escudos para su propia autodefensa. Son cooperadores necesarios de un intento desesperado de rescate recíproco.
Nadie con un mínimo de letras y leyes en su cabeza podría traducir el comunicado conjunto suscrito por la Moncloa y la Generalitat. Es un homenaje a los jeroglíficos que contamina al Gobierno de Pedro Sánchez porque su lenguaje encierra una cesión al separatismo. La percepción creciente es que Torra se ha impuesto y Sánchez se ha comportado de forma «pusilánime», como ha sostenido el socialista Javier Lambán. Por eso, el recuento de altas y bajas resultará arriesgado para Sánchez.
En su «haber», Sánchez podrá presumir, al menos a corto plazo, de haber reactivado el «club de la moción de censura», de superar la primera fase de la aprobación del techo de gasto, y de abrir una mínima expectativa a la aprobación de los presupuestos generales del Estado de la mano de los partidos independentistas. Podemos había empezado a amenazar a Sánchez con el veto a los decretos que pueda ir aprobando para sobrevivir en las Cortes, y ERC y el PDECat han vuelto a poner precio a sus votos. Si sobrevivir implica ceder, Sánchez cede. La ecuación es simple, y todos esos votos son la única contrapartida que Moncloa ha obtenido de momento de su nueva «operación Cataluña».
Sánchez ha superado su primer «match point» serio, y a su vez podrá argumentar que su política de gestos hacia la Generalitat ha conseguido romper al separatismo, desmoralizarlo en la calle –y en la cárcel-, y demostrar que los mensajes internos de los CDR solicitando «más gente» en las protestas del 21-D son la expresión de un hastío creciente entre sectores del separatismo desorganizados que ya no creen en sí mismos. Sánchez cree en la desactivación del «procés» por esta vía, y para ello confía en el «posibilismo» de ERC, en la sumisión de Podemos y en la contradictoria ductilidad del PSC frente a la «iluminación» de un PDECat en plena refundación.
Sin embargo, el riesgo para Sánchez está en su «debe», y no parece haberlo calibrado en toda su dimensión. Ha suscrito un documento presentado a la opinión pública como un recurso de última hora para salvar sus 84 escaños, e interpretado –en ámbitos de su propio partido, del centro y de la derecha- como claudicante y humillante, poniendo la autoridad del Estado en entredicho. Su retórica no maquilla una cesión evidente y el desconcierto en el PSOE crece, aunque no en la proporción necesaria para que emerja una fractura orgánica que le obligue a rectificar.
Sánchez sigue optando por una estrategia divisora de la derecha que la empuje a una progresiva radicalización en sus mensajes, sin que una lectura objetiva de los resultados de las urnas en Andalucía corrija su empecinamiento. El objetivo es perpetuar la legislatura al frente de la Moncloa, independientemente del perjuicio que pueda sufrir el PSOE como marca electoral en las elecciones de mayo. Sánchez parece dispuesto a asumir ese riesgo denunciando la «inflamación» en el lenguaje de «las derechas» por hablar de «traición».
Sin embargo, hay crecientes voces del PSOE que en privado sostienen que Sánchez no incurre solo en un riesgo, sino en temeridad. Hay una parte relevante de la sociedad española que demanda esa «inflamación» emocional envuelta en una nueva concepción de patriotismo balsámico, y a la que ha dejado de seducir la moderación política.
Para la izquierda, es grueso y excesivo hablar de «humillación», «traición», «sometimiento» o «claudicación» al separatismo, pero no lo es hablar de «nación de naciones», compartir comunicados con «golpistas», arrojar cal viva sobre un escaño, exigir la derogación de la Constitución, o pedir la abolición de la Monarquía. Sánchez empieza a no entender la dialéctica de un emergente neoconservadurismo ideológico en España en el que se extiende la percepción de que el PSOE ha dejado de ser un partido constitucionalista con vocación «nacional» para convertirse en gregario dependiente de un separatismo disgregador. Y este «romance entre iluminados» es lo que acongoja al PSOE...Manuel Marín
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