La visita de Quim Torra a los antiguos consejeros del Gobierno catalán presos no tuvo carácter humanitario. Ni siquiera protocolario. Fue un acto inédito de propaganda victimista para consumo interno del separatismo con una evidente intención provocativa. Definitivamente, Torra no protagoniza una sobreactuación táctica para dar la puntilla a Carles Puigdemont y gobernar con un Ejecutivo sin pronóstico penal complicado. Muy al contrario, desea la perpetuación de un 155 duro y exponerse como la nueva víctima del Estado represivo para tensar sin límite el conflicto en Cataluña.
Torra dijo ayer la visita a las prisiones que «los conselleres presos quieren acceder al cargo... los estamos esperando». Sin embargo, Torra es consciente de la indignidad en la que incurre designando consejeros a dirigentes procesados por rebelión que serán inhabilitados en breve para ejercer cualquier cargo público. Son ya meros peones sacrificados e irrelevantes a los que Torra usa como divertimento para mantener vivo el golpe.
«Solo hicieron lo que el pueblo les pidió que hicieran», añadió Torra con la falsa idea de que repetir mil veces una mentira la convierte en una verdad. Rull, Turull, Junqueras y los demás mártires del proceso independentista no están en la cárcel por la «judicialización de un asunto político», como repite Torra de modo engañoso y ofensivo para los propios reclusos por el simplismo del argumento. Su encarcelamiento, provisional y sin aún sentencia, es cierto, es la respuesta del Estado de Derecho a quienes vulneran el Código Penal jactándose de ello.
Un político no es en sí mismo -como tampoco lo es un juez, un ministro o un diputado- una patente de corso que todo lo legitima en función de la pretendida voluntad del «pueblo». Si un sector de ese «pueblo» goza de mayoría, puede aspirar a la despenalización de todo aquello que se le antoje, pero nunca a la desobediencia de aquellas mismas leyes que el mismo pueblo se otorgó para mantener el orden y la legalidad en las sociedades modernas. Por eso no es legítimo delinquir, y por eso en democracia lo único legítimo son las mayorías.
Hay una gran falsedad discursiva en todo esto en la que pocos reparan. En el ideario colectivo se dibuja a la justicia como un ente sumiso del poder político, cuando en realidad es la mayor y más digna expresión de la voluntad de un pueblo para evitar el incumplimiento de sus normas. La justicia emana del pueblo, y al pueblo rinde cuentas. Por eso no tiene más fuerza ni legitimidad un ciudadano elegido en las urnas que un juez con plaza en el Supremo. Menos aún, si el primero no se somete a la ley. Es cuestión de legalidad, no de falsa legitimidad....Manuel Marín
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