Salgo del metro en la parada de Urquinaona y escucho a un señora mayor lamentarse por haber olvidado el paraguas. Unas nubes amenazan con descargar lluvia, pero al llegar a la discreta plaza donde se halla la estatua de Rafael Casanova el sol empieza a brillar entre las nubes. El lugar está abarrotado de gente, mientras algunos vecinos agitan las banderas de Tabarnia y otros miran con perplejidad desde los balcones.
Casanova permanece inmutable. Tiene los ojos cerrados, un semblante de dolor y mira hacia el más allá como si lo que está sucediendo abajo no le importase. Empuña su espada desenfundada y porta una bandera plegada. No cuesta mucho imaginarlo así el 11 de septiembre de 1714, cuando apeló a su sangre y su honor para defender «la libertad de toda España».
El conseller en cap de Barcelona y jefe del bando del archiduque Carlos de Austria vuelve a ser hoy lo que siempre fue: un patriota español. Así lo proclama desde una improvisada tribuna Eduardo de Delás, su descendiente, que asegura que «los independentistas han pervertido la memoria» de su antecesor que, según sus palabras, luchaba contra el dominio borbónico de la Península.
Delás, un hombre de pelo cano y voz firme, lee el último pregón de Casanova, que anima a los menguados resistentes que quedaban en la villa a pelear hasta el último aliento contra el ejército del duque de Berwick, cuyas tropas entrarían al día siguiente a mediodía en la Ciudadela. Pero de eso hace más de tres siglos.
Al teléfono con Boadella
Aquella jornada de heroísmo y fuego parece tan lejana como irreal entre la multitud de las decenas de miles de catalanes que han secundado la convocatoria y que rodean las calles adyacentes. Llevan banderas de España y de Tabarnia y algunos se han colocado una careta con la efigie de Albert Boadella. De repente todos empiezan a gritar: «¡President, president!».
No resisto el impulso de llamar por teléfono a Boadella y le pongo mi móvil al aire para que escuche el rugido de la gente. Está en Madrid y le digo que se le echa en falta. Le pregunto por qué no ha venido. Esta es su respuesta: «Yo no puedo ir a Barcelona mientras esté en el exilio. Cuando el régimen se derrumbe, volveré».
Pero el espíritu de Boadella sigue flotando sobre esos ciudadanos que han acudido desde todos los puntos de Cataluña y que cantan el himno de una utopía que ha devuelto la ilusión a quienes habían perdido toda esperanza. «Lucharemos hasta el fin. No nos rendiremos», reza una pancarta.
Me encuentro con Tomás Guasch, ministro de Deporte en la sombra, y me da un abrazo efusivo. «La gente ha acudido para expresar su hartazgo. Les estamos aplicando lo que peor les sienta a los independentistas: el humor. Ellos son incapaces de reírse», subraya.
La letra de Marta Sánchez
Jaume Vives, el portavoz del movimiento, coge el micrófono y arenga a los manifestantes: «Después de soportar muchos años de atropellos, estamos comenzando a liberar Cataluña. Los cielos se han abierto para nosotros. ¡Visca Tabarnia!»
Suena el himno de España y muchos asistentes, emocionados y con la mano en el corazón, tararean la música. Algunos cantan la letra de Marta Sánchez. Una joven derrama unas lágrimas. Y un muñeco, vestido con una camiseta negra y ataviado con una barretina, envuelto en una bandera rojigualda, se eleva unos segundos sobre la muchedumbre. El acto acaba con una grabación de la Santa Espina, el himno monopolizado por los independentistas, que a partir de ahora pasa también a ser patrimonio de los ciudadanos de Tabarnia. «No les vamos a dejar apropiarse de los símbolos», exclama un manifestante a mi lado.
José Moreno, que ha venido de Mataró con unos amigos, me dice: «Escriba usted que el Gobierno de Rajoy nos ha abandonado. Nos sentimos solos frente a las imposiciones, el supremacismo y la propaganda abrumadora de los independentistas. Ellos no paran jamás. Lo manipulan todo». Un compañero suyo asiente: «Sufrimos una ausencia total del Estado. Lo peor en esta situación es no hacer nada».
Poco a poco la multitud que llena la ronda de Sant Pere va enfilando sus pasos hacia la plaza Sant Jaume. Las banderas ondean al viento y los tabarnienses parecen contentos. «De ahora en adelante, no nos van a poder parar. Hemos dejado de estar afónicos y hemos empezado a hacer oír nuestra voz. La manifestación de octubre lo cambió todo», enfatiza un hombre de mediana edad que se ha desplazado desde Sabadell.
Son casi la una y media y empieza a llover. Tímidas gotas empapan el asfalto y el viento agita las ramas todavía desnudas de los árboles. Los que han venido de fuera retornan a su casa, mientras que los que viven en Barcelona parecen tener menos prisa. Me encamino a la parte alta de la ciudad por la calle Aribau, que me trae recuerdos de cuando yo trabajaba en una empresa editorial de la plaza de la Universidad en los años 80. Todo está vacío y silencioso. Pero no es un domingo más. Algo está cambiando en Cataluña.
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