La dirigente de Esquerra manda una carta a su militancia en la que anuncia su «exilio» pero no especifica su destino. «El exilio será un camino duro, pero es la única forma que tengo de recuperar mi voz política», afirma
La tomadura de pelo de Turull a los catalanes ha sido mundial. Realmente su discurso de investidura parecía más un adelanto de su declaración ante el juez Llarena que otra cosa. Sólo queremos diálogo, tenemos la mano tendida y así. Una vez que supo que los silvestres de la CUP no iban a prestarle su apoyo, el monaguillo de Puigdemont decidió que la sesión de investidura debería ponerse al servicio de su exculpación. Fue una forma de decirle al juez del Supremo que no es tan malo como parece. No he acabado de escuchar la sesión parlamentaria de investidura. Vaya usted a saber cómo habrá concluido la tarde.
Turull es poco más que un triste individuo al servicio del pujolismo más corrupto y un eficiente chico de los recados del perturbado de Puigdemont. Es un fanático, y sabe que su nombramiento es una forma de utilizarle para excitar a los que viven del enfrentamiento. Decidir que Turull sea candidato a la presidencia es una forma de desafío a la Justicia y una manera de seguir viviendo del cuento. El sueño del independentismo es poder seguir engordando el enfrentamiento y el alimento permanente a los que se excitan a diario con el memorial de agravios renovado con cualquier excusa. Qué más puede desear un numerero independentista que un presidente electo de la Generalitat sea encarcelado por un juez español. A Turull han querido elegirle sólo para eso, y él se ha puesto a la orden, entendiendo su destino como un sacrificio por la idiocia colectiva que asalta a una buena parte de la sociedad catalana. Hoy viernes tiene que presentarse ante el Supremo, y Turull sabe que tiene todas las de perder ante esa instrucción que ha llegado a su fin, en la que se relatan los hechos, se pone nombre a los delitos y se toman, si procede, medidas cautelares. Al poco de mañana, las partes acusatorias pedirán penas concretas, las defensas presentarán sus escritos y todo quedará pendiente de una vista oral que no parece demasiado halagüeña. Por eso el discurso de ayer de Turull fue el que fue: yo soy bueno, quiero el diálogo y busco salida a este entuerto en el que nos hemos metido todos.
Mentira. Nunca ha querido otra cosa que la independencia de Cataluña por métodos ilegales. Sabe, mejor que nadie, que su investidura hubiera sido estéril: hábil para la agitación pero ineficaz para la realidad. Puede que se le hubiera abultado el pecho, pero en ningún caso podría llegar a ver su nombre en un Boletín Oficial con la firma del Rey. El independentismo catalán ha utilizado el Parlamento regional como un mero instrumento de marketing político: una forma de decir que podrían seguir vivos eligiendo un individuo imputado con tal de alargar el victimismo. Turull no ha sido elegido, como dijo Arrimadas, para ser presidente de la Generalitat: ha sido elegido para permanecer en el escenario de la tensión. No ha sido una sesión de investidura, ha sido una sesión para mantener el bloqueo, para hacer visible que, en el caso de que el juez del Supremo lo encarcele, lo haga a un presidente de la Generalidad. Turull ha sido un pobre pelele al que los independentistas han querido utilizar para permanecer en el cuento insufrible del «procés».
Hoy deberá enfrentarse a una realidad aplastante, como el resto de implicados en el golpe institucional: la acusación de delito de rebelión, sedición y malversación de fondos. La intención de convertirlo en mártir ha sido frustrada por cuatro silvestres que no apuestan por otra cosa que la independencia a las bravas. Tal vez se salve Joaquín Forn, al que la Fiscalía no le apetece que intente tomar decisiones propias de psicodrama. Turull, en cambio, no parece candidato al suicidio. Elecciones a la vista....Carlos Herrera
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