Quizá algún día, en el improbable caso de que lleguen a consumar su asalto al poder e impongan su anhelo distópico de una sociedad nueva, los dirigentes de Podemos se atrevan a explicar la verdadera razón de su contumaz complicidad con el régimen de Venezuela. No ya con el chavismo, que hasta sus últimos valedores consideran traicionado, sino con la desfigurada y trágica parodia revolucionaria en que Maduro ha convertido su resistencia. Es una realidad objetiva que al partido morado le convendría electoralmente distanciarse de esa degeneración siniestra, por mucha afinidad sentimental y mucho padrinazgo fundacional que le deba; sin embargo, ni el evidente patetismo de la agonía venezolana, que avergüenza a cualquier sociedad democrática, logra arrancar de Pablo Iglesias ni de su entorno una condena tajante y expresa. No ya una repulsa política sino una simple expresión de distancia ética.
Pero al menos los antiguos marxistas acabaron por admitir que los regímenes de Cuba o de la URSS habían malversado sus ideales, que las nomenclaturas políticas -la casta- se habían convertido en usurpadoras ilegítimas de una fe igualitaria que seguía intacta en sus principios y conceptos. Éste es el paso que aún no ha dado Podemos, cuya dirigencia exhibe tal grado de soberbia narcisista que es incapaz de reprobar el envilecimiento de su paradigma para que nadie piense que se equivocaron de ejemplo. Iluminados y persuadidos de su mitológica misión redentora, se resisten a reconocer el fracaso de su arquetipo original aunque no estén tan ciegos para no asumirlo en su fuero interno.
Porque eso equivaldría a confesar la posibilidad de no tener razón, a abdicar siquiera en teoría de su superioridad, a abrir un resquicio de duda en su autoconvencimiento. Y hasta ahí podíamos llegar: el artículo primero del manual del caudillaje dice que los jefes nunca se equivocan, y el segundo que en el remoto caso de que se equivoquen… se aplicará el artículo primero.
IGNACIO CAMACHO MRF
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