AR.- Por primera vez en la historia de Alemania, un Gobierno avala la desaparición de la patria. La traición de Angela Merkel, su colaboracionismo con los planes del mundialismo para la aniquilación étnica de su país empiezan a ser tan legendarias, que inevitablemente tenemos que acordarnos del adagio aristotélico que justificaba la extirpación del mal menor para evitar que el mal mayor termine triunfando.
Nunca en la historia de aquel país, punta de lanza de la cultura europea, ni siquiera durante el periodo en el que muchos de sus dirigentes respaldaron el Tratado de Versallles y el aniquilamiento económico de las clases populares, el número de traiciones al pueblo había sido tan alta. Angela Merkel, cuya negligencia criminal la convierte en la principal responsable de las víctimas del terror islamista, está arrastrando a su país a una guerra sin cuartel. Y no sólo ella. Los traicioneros se hacen más visibles a medida que tratan de ocultar la siniestra naturaleza de los crimenes y violaciones que se perpetran casi a diario. Ninguno de ellos parece tener conciencia del gigantesco desafío al que se enfrentan. La democracia alemana corre el riesgo de ser pasto de las llamas y difícilmente un pirómano, y mucho menos un traidor al servicio del mundialismo, puede tener legitimidad moral para imponer su autoridad. Como muestra, un botón: 24 horas después de la masacre de Berlín no hay ningún detenido y los líderes políticos del país siguen rehusando cualquier alusión al terrorismo islámico pese a ser reivindicada por el Estado Islámico.
Los políticos globalistas germanos de derecha e izquierda han renunciado a la tarea de proteger a sus compatriotas. Solo alguien consumido por el sectarismo más feroz podría negar que la degradación de la vida alemana no ha hecho sino crecer desde la llegada de miles de inmigrantes sin apenas control. En la calle, sin embargo, empieza a estar firmemente instalada la urgencia de una solución correctora que permita regenerar una situación que solo puede empeorar si continúa en las mismas manos.
Muchos alemanes empiezan a reconocer que los que “liberaron” al país del nazismo los están conduciendo al suicidio asistido. El régimen instalado en Alemania entre 1933 y 1945 podía adolecer de muchas cosas, pero no de contemporizar con quienes ya entonces pretendían reducir a escombros el país, empleando los mismos métodos eutanásicos que hoy están resultando tan efectivos. La multiculturalidad ha fracasado, el ensayo globalista está regando de víctimas inocentes las calles y los dirigentes germanos, negligentes, lacayunos y traidores, carecen de la suficiente y necesaria categoría moral para reconocer sus errores. En un ejercicio máximo de generosidad, podíamos conceder a algunos de sus miembros el beneficio de la bienintencionalidad, pero esas buenas intenciones quedan anuladas a la luz de los sangrientos acontecimientos y del deliberado empeño por encubrir a sus inductores.
Es imperio un Gobierno fuerte y de inspiración patriótica, que disponga de las asistencias precisas para devolver la seguridad al país y poner a disposición judicial a los que pretenden convertir la Alemania de Goethe, Gutenberg, Beethoven, Kant, Bismarck, Wagner, Ratzinger… en una miscelánea de pueblos y culturas antagónicas. Ahora bien, cuando nadie en el Estado parece desarrollar esa función, quizá sea la hora, no de apelar a congresos, partidos ni organizaciones buenistas, de los que nada decisivo puede ya salir, sino a los que por imperativo histórico tienen encomendada la misión que la exigencia del destino, una vez más, les manda cumplir.
La irresponsabilidad política ha culminado un triste proceso en el que forzosamente se obliga a intervenir a las Fuerzas Armadas. O al menos concederles una gran libertad de acción como solución correctora del caos que vive el país.
Por ello, ante la falta de compromiso del Gobierno de Merkel con Alemania y su continuidad como nación, se abre ante el pueblo alemán una disyuntiva: o un proceso que se precipite en la traumática liquidación del sistema institucional, por el empeño de mantener una inequívoca normalidad ‘democrática’ o la instauración de un cambio a la esperanza, que pasa por la inevitable fase nacionalizadora de un sistema que ya ha dejado de estar al servicio de los alemanes de origen.
Hoy, como ayer, como siempre, ha sido un puñado de soldados el que terminado salvando la civilización.
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MRF
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