La respuesta al terrorismo no puede consistir en hacer el caldo gordo a populistas
Nuestro mundo está desarrollando a toda velocidad dos especies de individuos particularmente dañinas para el conjunto de la humanidad: los depredadores de sus semejantes y los carroñeros cuyo crecimiento depende de esos seres inmundos.
Los primeros matan indiscriminadamente, movidos por un empeño asesino irracional e incontrolable. Matan por despecho, por odio, por frustración, porque sienten no tener nada que perder y sí mucho que ganar haciéndolo. Matan a hombres, mujeres, ancianos o niños por igual, independientemente de su religión, nacionalidad o raza; cualquier persona es susceptible de convertirse en su presa, aunque encuentran especial deleite en atacar a quienes tienen el coraje de desafiar sus dogmas. Matan convencidos de alcanzar de ese modo infame el paraíso reservado a los combatientes de la fe islamista propagada por sus fanáticos apóstoles. Matan en cualquier lugar del planeta mediante aviones comerciales convertidos en misiles, trenes transformados en fosas comunes, camiones lanzados contra multitudes indefensas, tiros, acuchillamientos, fuego o cualquier otro método susceptible de aterrorizar a sus enemigos, categoría que engloba a todos los que pensamos, sentimos, actuamos o creemos de un modo diferente al suyo. Matan de manera fría y calculada, sin previo aviso ni ruptura formal de hostilidades, dado que declararon la guerra hace tiempo a cualquiera que se interpusiese en su camino. Matan a traición, sin piedad, incluso a quienes les habían abierto los brazos para acogerlos en su propia casa cuando huían de los conflictos que asolan su tierra natal. Son la abrumadora minoría de un colectivo humano que crece y se multiplica en los cinco continentes, pero una minoría capaz de convertir en pesadillas gestos tan cotidianos como volar, viajar en ferrocarril, acudir a un desfile festivo o visitar un mercadillo navideño.
Los segundos, subespecie parásita de esa humanidad involucionada hacia la brutalidad, han encontrado en ella una fuente abundante de apoyos fruto de la demagogia más sucia. Son los que desde la extrema derecha de Alternativa para Alemania claman contra la canciller Angela Merkel, achacándole personalmente a ella «los muertos de Berlín», y los que desde el extremo opuesto hicieron lo propio con el presidente Aznar, convocando manifestaciones de acoso al que calificaron de «asesino» tras los atentados del 11-M. Algunos, como Pablo Iglesias, han llegado a presumir de esta hazaña, gestada, dice él, en la Facultad de Ciencias Políticas. Esos carroñeros no vacilan en embestir a los gobiernos que pretenden derribar, utilizando como arietes a las víctimas del terrorismo. Invierten torticeramente los papeles, sacando de la ecuación a los autores de las matanzas para imputárselas a sus adversarios políticos, culpables de actuar con arreglo a los cánones democráticos que rigen en el Occidente cristiano. Se lucran impúdicamente en las urnas de la sangre derramada por esos depredadores, que se mofan de nuestras mezquinas disputas al no conocer otra ideología que la del dogmatismo feroz.
Vivimos días oscuros, sin duda. El terrorismo islamista golpea implacablemente el corazón de nuestras sociedades y ha logrado infiltrar a sus secuaces en nuestras calles y plazas para sembrarlas de espanto. Pero la respuesta a esas bestias no puede consistir en hacer el caldo gordo a populistas de uno u otro signo, porque si en algo conciden depredadores y carroñeros es en su hostilidad manifiesta al pluralismo y la libertad. Nada se asemeja tanto al fanatismo religioso como el totalitarismo político. La historia se ha encargado de probarlo hasta la saciedad. Por eso es indispensable incrementar la seguridad tanto como la información. Reforzar los controles que hagan falta. Hacer mucha más pedagogía. ¿Rendir nuestras convicciones? ¡Jamás!
Isabel San Sebastián - MRF
http://www.abc.es/
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