España duerme. Duermen los españoles. Lo verdaderamente trágico es que les importa un pito lo que pase con la nación: su extinción incluso
Oímos a través de lo leído, a través de los libros que tallaron nuestras vidas. Los de mi edad, al menos. Y, cuando se haya extinguido -muy pronto- el último hombre que supo leer, nadie oirá ya nada. Ni entenderá. Repetirá, tan sólo.
Despierto de la resaca navideña, con la sospecha de haber soñado un libro, líneas muy precisas de un libro. Sé el anaquel en el que hallarlo. No es tan fácil dar con las líneas. En realidad, no sé siquiera cuáles son ni qué dicen. Sólo hay el ritmo exacto de una interlocución. Que tintinea en mi cabeza tras el discurso navideño del rey. Como un metrónomo melancólico que no accede a revelar su mensaje. Un discurso es un tono, no un contenido. Un tono en el cual aquel que escucha debe reconocerse. Un tono y una cadencia.
Tomo el grueso volumen, que editó Meridiani, de las Opere de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Sé, de momento, tan sólo que ese ritmo -apaciblemente desesperado- da cuenta de la conversación del príncipe Salina con uno de los políticos que vienen a salvar a su Sicilia de la incuria. Doy con el pasaje. En la conversación, el príncipe introduce un recuerdo reciente. Días antes del desembarco de Garibaldi, un par de oficiales de la marina británica contemplan desde la terraza de su palacio el bellísimo horizonte. «Eran jóvenes, ingenuos» y fantaseaban con la llegada del día en que los sicilianos iban a ser, al fin, incorporados a la modernidad europea. En su impecable inglés, con su impecable cortesía, el príncipe siciliano sonríe ante la vana pretensión reformadora: «Creen que vienen para enseñarnos buenas maneras. Pero no tendrán éxito, porque nosotros somos dioses». Los jóvenes británicos ríen y se van. No han entendido nada. Y Salina remata para sí mismo: «Los sicilianos no querrán mejorar, por la sencilla razón de que creen ser perfectos». Es la risible tragedia de los pueblos que, de su gloria pasada, no guardan más que el vago recuerdo de un rencor oscuro: el de lo perdido. Sicilia fue la capital de Europa. Madrid lo fue del mundo. ¿Cómo malvivir tras esa pérdida?
En el sosiego de la biblioteca de un hermoso palacio de Palermo, que aún hoy puede visitar el viajero, el príncipe Salina despliega su saber frente a ese nuevo mundo que viene; frente a ese nuevo mundo del que un modernísimo político ha venido a ofrecerle ser parte; frente a ese mundo que él sabe ya no suyo. «Somos viejos, viejísimos… Dormir, dormir es lo único que los sicilianos quieren, y odiarán siempre a quien quiera despertarlos, aunque sea para hacerles regalos»
Sí, fue un bello discurso. Sin interlocutores..Gabriel Albiac
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