El presidente en funciones queda a expensasde las cuitas dentro del independentismo y se enfrenta a un complejo calendario
En varias ocasiones Pedro Sánchez ha tenido que postergar su deseo de alcanzar la presidencia a toda costa. En alguna de ellas por imposibilidad de llevar hasta el final sus estrategias, como en 2016 cuando estuvo dispuesto a las terceras elecciones. Y en otras porque pensaba que esa renuncia podía otorgarle ulteriores beneficios en su cálculo político. Fue el caso de los meses que siguieron a las elecciones del 28 de abril. Se veía tan fuerte que no estaba dispuesto a ceder en nada. Esa estrategia condujo a la repetición electoral del 10 de noviembre. Y los resultados de esos comicios permiten concluir que esa estrategia fue un error.
Pero no es así en esta ocasión. Sánchez no parece dispuesto a una jugada que dilate su investidura y que pueda conducir a terceras elecciones. Por eso el rechazo estratégico en esta ocasión a forzar una investidura sin los apoyos suficientes. Ni siquiera como estrategia de presión. De resultar fallida comenzaría a correr el reloj hacia una nueva repetición electoral. «Las cosas han cambiado respecto al verano», reconoce un diputado. «No he escuchado a nadie que las quiera. Desde luego sería una temeridad», apunta un importante dirigente del PSOE. Un barón territorial alerta de las consecuencias: «Nuestro retroceso en noviembre tuvo la protección del sistema electoral. Leves cambios en nuestra contra y a favor del PP podrían alterarlo todo».
En público y en privado Sánchez ha descartado el escenario de las terceras elecciones. Confía en el rumbo actual y se parapeta en la poca claridad de una norma que le designa candidato a la investidura, pero no establece plazos para la misma. Ese es el único control que Sánchez mantiene ahora mismo, el de decidir cuándo ir a la investidura. Posponiéndolo «sine die» en caso de que las negociaciones con ERC fracasen.
A partir de ahí pocas cosas dependen ya de él. Su investidura depende de la cantidad de concesiones que pueda hacer a ERC, habiendo asumido ya muchas en clave de retórica y relato. La posición de tensión en la que se ha situado a la Abogacía del Estado, asumiendo con naturalidad la posición de ERC de convertir sus alegaciones a la sentencia del TJUE, no tiene precedentes. Y choca por completo con el relato de ambas partes que pregona la desjudicialización de lo que ahora el PSOE ya no duda en definir como conflicto político. Pero Sánchez ni siquiera depende ya de lo que Oriol Junqueras desde la prisión decida respecto a las concesiones que él desde La Moncloa pueda hacer; sino que la presidencia del Gobierno se ha convertido en un elemento más de las cuitas dentro del independentismo catalán.
Un calendario apretado
Fuentes de la negociación consultadas por este periódico expresaban sus dudas sobre el alcance del enfrentamiento entre uno y otro frente. Pero la próxima semana es crucial. Y ya no solo el informe de la Abogacía del Estado es elemento crucial. La posible inhabilitación de Torra, las dudas de Puigdemont respecto a la convocatoria de los comicios y su pretensión por apartar a Pere Aragonès para que no sea presidente en funciones son elementos conectados entre sí y que amenazan con alterar los planes de los socialistas. Nadie pone la mano en el fuego por una investidura antes de Reyes. El plan inicial de La Moncloa era entre el 16 y el 19 de diciembre para evitar este atolladero. Los planes han fracasado, pero la intención sigue siendo no jugar con los tiempos y afrontar una investidura con garantías cuanto antes mejor. Sánchez se sabe inmune ante una moción de censura y sabe que eso compensa en parte su dependencia parlamentaria.
Acostumbrado a un feroz enfrentamiento con su propia hemeroteca, Sánchez navega ahora las aguas de su gran contradicción: un rechazo frontal al PP que ha intentado hacer compatible con un aparente rechazo al independentismo. Reparos que no fueron tales para recabar sus apoyos de cara a la moción de censura. Cosa, por cierto, que meses antes también habían rechazado.
Ahora que el PSC dice lo obvio dados sus discursos, que prefiere a ERC antes que al PP, Sánchez ha asumido el mismo camino. Engrasando las piezas de su binomio con Miquel Iceta, en un camino que conduce al doble tripartito en Madrid y Barcelona como receta. Sánchez asume también el discurso de Pablo Iglesias, ese que apunta al «bloque histórico de la moción de censura» como la mayoría de gobierno para los próximos años.
El líder socialista no supo aprovechar los mejores resultados del PSOE en una década y ahora tiene que aceptar los postulados de un Iglesias que optimiza sus peores resultados. Cuatro elecciones en su haber cosechando cada vez peor resultado. Pero que pueden valer una vicepresidencia del Gobierno por saber aprovechar la debilidad de un aliado que siempre ha sido, y siempre será, un contrincante.
Su estrategia de hostilidad hacia Cs, que se remonta al otoño de 2017 y es por tanto anterior al auge de Vox, triunfó en la pretensión de devastar a su rival. Pero no en el propósito de hacerse con sus votos. La colaboración de Rivera, con su negativa a cualquier pacto, y la nula voluntad de Sánchez para explorar esa vía han dejado al PSOE sin potencial aliado por el centro del tablero. Y sin los votos suficientes como para depender solo de Podemos.
Esa fue la lectura del 10-N. Menos alternativas que tras el 28-A. Y una decisión histórica que afrontar: o con los independentistas o con el PP. La decisión ha sido nítida. El abrazo con Pablo Iglesias supuso el rápido movimiento para cegar una vía y emprender la otra.
El relato está plagado de contradicciones como si en el fondo se librase una batalla contra sí mismo. Se negocia con ERC pero se culpa al PP de no abstenerse. Luego se deduce una preferencia por no depender del independentismo pero no suficientemente seria como para asumir posiciones de negociación con el PP...
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