El mayor fallo del modelo democrático español, acaso el que más coste haya tenido, ha sido el de la falta de una pedagogía sobre sí mismo. El relato de la nación contemporánea lo han escrito las autonomías, de manera desarticulada, tras adueñarse de los programas educativos. Es conocido, por desgracia, el éxito nacionalista en el adoctrinamiento en torno a una interpretación histórica basada en mitos, pero ese logro letal para el Estado ha podido producirse por la ausencia de un ideario escolar capaz de aquilatar los valores constitucionales y difundirlos a las jóvenes generaciones con rigor y sentido. El consenso social sobre el acierto de la Transición no sólo no ha sido preservado, sino ni siquiera correctamente explicado ni transmitido. Y el discurso rupturista ha aprovechado ese esencial vacío.
De todas las lagunas formativas que ha ido embalsando la incuria del sistema, la más grave es la que afecta al terrorismo de ETA. Sólo muy recientemente se ha implantado, gracias al esfuerzo de dignidad vestal de las víctimas, un timorato módulo didáctico sobre este aspecto esencial de un régimen que en gran medida tuvo que forjarse a través del combate contra la violencia. Siendo como es un asunto crucial en el entendimiento de nuestras dificultades de convivencia, nadie le ha dado suficiente importancia a lo largo de cuatro décadas. Ahora que la banda va a disolverse, o más bien a convertirse en un agente subalterno que gestione su herencia, la cuestión de la memoria del sufrimiento aparece como aspecto clave para mantener la cohesión de los principios de la democracia frente al cada vez más visible intento de reblandecerla.
En su despreciable comunicado de arrepentimiento selectivo, ETA ha procurado establecer una narrativa sesgada sobre un falso conflicto vasco latente desde el bombardeo de Guernica, es decir, desde el período de la guerra. El argumentario post-terrorista entronca así con la reclamación de la legitimidad republicana que viene sosteniendo, desde la etapa zapaterista, buena parte de la izquierda. La retórica etarra ha cambiado, trocando con cierta habilidad su inflexibilidad cruenta por un tono de ambigua liquidez, por un lenguaje de aparente empatía social destinado a asentar la semántica de su reciente estrategia. Existe un riesgo claro de que ese paradigma trucado encuentre terreno abonado en la amnesia con que ha sido educada nuestra sociedad moderna.
Desaparecida la coacción violenta, el proyecto de exclusión totalitaria tratará de perpetuarse en un legado de buenismo ficticio. Lo puede conseguir si el orden constitucionalista se resigna a vivir enfermo de alzhéimer político, si permite la adulteración trivializada del holocausto en un contexto vago y descomprometido. La España que aún debate sobre el franquismo no puede extraviar su bitácora moral al punto de relegar su tragedia más reciente al olvido.... Ignacio Camacho
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