En «Manipulando la historia» («Temas de hoy»), Eric Frattini realiza un recorrido por las operaciones de «falsa bandera» más llamativas de los últimos 100 año
En más de una ocasión, la historia no es como nos la cuentan los sabios a través de los libros. Un ejemplo de ello es que, durante décadas, Europa vivió engañada pensando que la corona española había hundido el «USS Maine» norteamericano en el Puerto de la Habana, a orillas de las Américas. Aquel vil acto, según se dijo a lo largo y ancho del globo, fue el que obligó a los EEUU a cargar sus fusiles y entrar en lid con los de la rojigualda. «¡Pobres americanos, agredidos en su orgullo y obligados a coger las armas contra los infames hispanos!», que debieron pensar allende los mares todos los que recibieron la noticia. Pero la realidad era bien diferente, y se conoció después: los supuestos agredidos aprovecharon un accidente en el navío para tener una excusa con la que declarar la guerra a España para arrebatarle los retazos que todavía le quedaban de su Imperio.
En pleno 2018, este amaño es el más conocido en lo que se refiere a «operaciones de falsa bandera» (estafas a gran escala en las que un país manipula a otros en su favor). Sin embargo, no es la única que se ha sucedido a lo largo de los siglos. Del Tercer Reich a la Turquía moderna (esta última región, hace menos de un año), los ciudadanos han sido engañados por los líderes mundiales a su antojo para que creyeran enemigo al amigo, y asesino al inocente.
Una buena parte de estas estafas son las que desvela el popular escritor Eric Frattini en su libro: «Manipulando la historia», editado por Temas de Hoy. La obra desvela más de una veintena de misiones de espionaje orquestadas por los estados para lograr tener a la opinión pública de su lado. Y, de todas las que recoge, una de las más destacadas es el fraude mediante el que el dictador Josef Stalin aniquiló a casi 22.000 polacos en el bosque de Katyn (todos ellos opositores a su régimen) y convenció a Europa de que los culpables habían sido los nazis. Una acusación que, posteriormente (y después de muchos años) se confirmó falsa.
Hacia Katyn
Katyn, la que fue una de las mayores operaciones de falsa bandera de la historia (hasta finales del siglo XX todavía se dudaba de su autoría) tuvo su origen en septiembre de 1939. Por aquel entonces, un todavía poco conocido Adolf Hitler (Alemania) y Josef Stalin (URSS) firmaron un pacto secreto por el cual invadirían Polonia. Los primeros lo harían desde el oeste, mientras que los segundos accederían al país desde el este pocos días después. En esos días, por tanto, nazismo y comunismo (futuros enemigos) iban bien apretaditos de la mano hacia el dominio de Europa. El resultado de aquel tratado es conocido por todos nosotros: germanos y rusos conquistaron la región y se la dividieron a medias, como si fuera la propina de un café.
Sin embargo, lo que no es tan de dominio público es que Josef guardaba en su rojo corazón mucho rencor contra los polacos debido a que estos habían humillado a sus tropas en la guerra polaco-soviética de 1919. Quizá por eso, o simplemente por quitarse de en medio a un ejército que podía darle más quebraderos de cabeza en un futuro cercano, es por lo que ordenó a su lugarteniente más sanguinario (Lavrenti Beria, jefe del servicio secreto de la URSS -NKVD-) que se pusiera manos a la obra y creara una serie de campos de concentración a los que pudiera deportar a los miles y miles de reos que había hecho durante la contienda.
En palabras de Pere Cardona (divulgador histórico y autor de «HistoriasSegundaGuerraMundial») dichos centros fueron Jukhnovo, Yuzhe, Kozelsk, Kizelshchyna, Oranki, Ostashkov, Putyvli, Starobielsk, Vologod y Gryazovets.
Poco después comenzaron los problemas para los soviéticos cuando les llegó (entre otras cosas) la factura de la comida que debían dar a aquel ingente número de reos. ¿Qué diantres se podía hacer con ellos? En principio se pensó en deportar a un gran número de los mismos. Pero a Piotr Sopunenko, subalterno de Beria, se le ocurrió otra cosa: «descongestionar» los campos de concentración. Así lo afirma Frattini en su nueva obra, donde rescata un documento secreto en el que Beria (siguiendo el consejo de su subordinado) aconsejó al mismísimo Stalin ejecutar a los reos por formar parte de diferentes «organizaciones rebeldes» y estar «llenos de odio hacia el sistema soviético».
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La idea no disgustó al líder rojo, quien comenzó a movilizar a miles de prisioneros hacia el lugar en el que se llevaría a cabo la «limpia» a partir del 5 de marzo de 1940. Las cifras varían atendiendo a los historiadores, pero se cree que fueron trasladados entre 17.000 y 22.000 polacos (oficiales del ejército, reservistas, intelectuales y un largo etc.) hasta Katyn, una pequeña ciudad ubicada a 19 kilómetros de Smolensko (Bielorrusia). Más concretamente, hasta un espeso bosque situado en las afueras de la misma urbe, que apenas sumaba -en palabras de Frattini- una treintena de viviendas y unos 150 habitantes.
Con horarios especiales para no llamar demasiado la atención, se comenzó a desplazar a los prisioneros para su ejecución. Allí esperaban 53 unidades a las órdenes de Vasily Blojin, el verdugo del camarada Stalin.
La brutalidad comunista
Entre abril y mayo se sucedieron las matanzas en el bosque de Katyn. Según explica Frattini, en ese tiempo se llegaron a asesinar a entre 250 y 300 personas al día (aunque el momento preferido era por la noche, por aquello de no montar un escándalo).
El método era siempre el mismo. En primer lugar, los soldados del Ejército Rojo llevaban a cada preso a un pequeño búnker ubicado en el bosque. Este estaba «forrado» en su interior de varios cientos de sacos terreros para amortiguar el sonido de los disparos. Cuando accedían a la estancia, los reos eran interrogados por un oficial del NKVD que les solicitaba datos como su nombre, su graduación, y un largo etc.
Por si aquello no era lo suficientemente desconcertante para el reo, después se le exigía que se desembarazara de sus objetos de valor. En ese instante, la mayoría de polacos entendían que se había terminado su estancia en este mundo. Finalmente, los soviéticos esposaban a la víctima con las manos a la espalda y la llevaban hasta una sala contigua ubicada dentro del búnker, la cual estaba pintada de rojo (quizá para mitigar los efectos de la sangre).
Allí se sucedía la tragedia. «Después, un ejecutor del NKVD le disparaba en la nuca o detrás de la oreja. Posteriormente, el cuerpo era retirado por una puerta trasera, para evitar que el siguiente prisionero lo viera», añade Frattini.
Luego, el cadáver era llevado a un camión. Vehículo que, al llenarse, se dirigía hasta una fosa común cercana. De esta guisa, los comunistas asesinaron uno tras otro a -según Frattini- más de 20.000 personas. «Vasily Blojin, el mismo que se vanagloriaba de haber ejecutado en persona a 7.000 prisioneros polacos en 28 días, cubría su uniforme con un delantal de cuero negro, casco y guanteletes para evitar que la sangre y los restos del cerebro de sus víctimas pudieran mancharle», añade el periodista.
Katyn, la masacre oculta
La masacre, tan útil para Stalin, quedó sepultada bajo los cientos de kilos de tierra que se usaron para enterrar a los cadáveres. Y permaneció silenciada hasta que, años después de la invasión de la URSS por parte de la Alemania nazi, los soldados de Hitler descubrieron en Katyn los restos de aquella matanza. Fue en abril de 1943 cuando un oficial de inteligencia germano de una unidad que se retiraba hacia el oeste mencionó el hallazgo de una «gran fosa común en el bosque». Tras un breve periodo de tiempo, las SS desenterraron los cadáveres de nada menos que 4.000 oficiales polacos. Todos ellos, con un agujero de bala tras su cráneo.
Los nazis acusaron entonces a los soviéticos de perpetrar la matanza. Sin embargo, Stalin lo negó todo y afirmó que los culpables habían sido los hombres de Hitler. Para llegar a esta conclusión, afirmó que los agujeros de bala de los cadáveres tenían el tamaño del calibre de la munición alemana. Y lo cierto es que llevaba razón... La mayoría de los disparos habían sido hechos con pistolas germanas Walther 25 ACP modelo 2. ¿Cómo era posible? Simplemente, porque los soviéticos habían repartido estas armas entre sus verdugos para que, si se descubría aquella barbaridad, la comunidad internacional culpara a sus enemigos. Una operación de falsa bandera en toda regla, según señala Frattini en su obra.
El engaño resultó efectivo, aunque -según se descubrió posteriormente- debido a la colaboración de los aliados (entonces partidarios de usar a la URSS como aliado para enfrentarse al nazismo). Estos silenciaron el suceso y evitaron que se investigara en profundidad. Así, hasta que en 1989 algunos historiadores soviéticos confirmaron que «Stalin ordenó la matanza de Katyn». Hace apenas dos décadas.
«Una investigación posterior llevada a cabo por la oficina de la Fiscalía General de la Unión Soviética (1990-1991) y de la Federación Rusa (1991-2004) confirmó la responsabilidad soviética en las matanzas, pero se negó a clasificar esta acción de “crimen de guerra”. La investigación se cerró con el argumento de que los autores de la atrocidad ya habían muerto y de que el gobierno ruso no podía clasificar a los muertos como víctimas de la “Gran Purga”, añade Frattini.
Lo más tristemente irónico es que, al final de la Segunda Guerra Mundial, muchos polacos fueron llamados a unirse al Ejército Rojo para combatir contra el nazismo usando, como argumento principal, la venganza contra esta masacre.
Del Maine a Pearl Harbour
Más allá de Katyn, «Manipulando la Historia» no podría tener un título más acertado. Y es que, tal y como explica Frattini a este diario, todas las operaciones que se recogen en él sirvieron para modificar, en mayor o menor medida, el devenir de un país. «Las operaciones de falsa bandera son llevadas a cabo por un gobierno con el objetivo de que parezca que han sido organizadas por otros. Ya sea por interés económico, político, o el simple interés de llevar a una región a la guerra», afirma el autor.
Como ejemplo clásico, Frattini recurre a la Antigua Roma y a uno de sus emperador más desquiciados. «Nerón fue el primero en organizar una operación de falsa bandera. Acusó a los cristianos de provocar un gran incendio en la ciudad, cuando realmente había sido él porque quería remodelarla. Aquel acto marcó el comienzo de las persecuciones contra los cristianos», señala. Con todo, su libro no se remonta tan atrás en el tiempo, sino que se centra en la época moderna. Y comienza con la más simbólica de ellas, la del acorazado «Maine».
«Se acusó a España de colocar una mina en el barco para hundirlo. La historia fue difundida por los dos principales periódicos de la época y significó el comienzo de la guerra entre Estados Unidos y España, pero la realidad fue bien diferente», explica Frattini. La verdad, según narra basándose en una ingente cantidad de documentos oficiales (como suele hacer en todos sus libros) es que la explosión en la nave fue producida por un fallo en la construcción. «Como no había presupuesto suficiente, los tabiques que separaban las máquinas de vapor de la santabárbara eran muy finos. Eso hizo que, tras un recalentamiento, todo el navío estallase de dentro hacia afuera», añade.
Pero fue un error bien aprovechado por el país de las barras y las estrellas en una operación de falsa bandera. De hecho, «Manipulando la historia» cuenta en sus páginas con multitud de misiones orquestadas por los Estados Unidos. Otra de las más famosas fue Pearl Harbour. Un ataque que, según desvela Frattini, conocían perfectamente los Estados Unidos mucho antes de que se sucediera. «En el libro incluyo documentos en los que el presidente Roosevelt ordena a los mandos militares que no tomen medidas de refuerzo en la base porque lo que conviene es que haya un gran número de bajas estadounidenses», señala.
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