El pasado jueves se cumplieron veinticinco años de la inauguración de la Expo 92 de Sevilla, un claro exorcismo al que se sometieron los españoles para librarse del estigma maldito de su supuesta inoperancia, de su asignada incompetencia para la organización de eventos de magna dimensión. España fue capaz de organizar a la vez –y tener dinero para hacerlo- la Exposición Universal sevillana y los Juegos Olímpicos de Barcelona, que fue otro prodigio de organización y un éxito clamoroso en el mundo entero. Nadie daba un duro por aquello, todo hay que decirlo: de hecho, los propios sevillanos no se abalanzaron sobre los pases de temporada de la Expo hasta que se corrieron las cortinas y se vio lo que se estaba haciendo al otro lado del río, en la Cartuja. Tantos fueron los que secundaron aquello que, unos meses antes de la inauguración, se suspendió la venta de pases; ya eran demasiados lugareños. Los previos no fueron sencillos: la desconfianza era máxima y la seguridad de que los tejemanejes en torno al apresurado acabado del recinto comportaban un baile de millones sin demasiado control hicieron que pocos creyeran que aquello fuera a acabar bien. Emilio Cassinello, el gran embajador español y Comisario de la Exposición, recuerda que ninguna Expo se inaugura con la pintura seca y lo cierto es que, la de aquí abajo, abrió con todo a punto, aunque pillados por la campana. El gobierno de Calvo Sotelo presentó candidatura en 1982 (le instó el alcalde de entonces, Uruñuela) y el posterior y primer gobierno socialista se entregó a fondo con algo que intuyó podía ser una gran oportunidad de modernizar Sevilla y Andalucía. Los nombres que hicieron posible ese cambio radical en esta ciudad nuestra no deben ser olvidados: González, Guerra, Escuredo, Borbolla, Del Valle (luego Rojas Marcos), Yáñez dieron un impulso político y técnico que no conviene pasar por alto, por más que muchos de los procesos fueran altamente criticables, por más que el tráfago de dineros y desmanes no pueda negarse. Olivencia arrancó, continuó Cassinello y la incorporación de un cántabro resolutivo y de pocas lisonjas, Jacinto Pellón, hizo posible llegar al final. Pellón, el día que recibió el encargo vino a decir: «Es difícil pero lo haré; ahora bien, no quiero preguntas ni que cada día deba parar las obras por siete inspecciones; en ese caso no llegamos». Lo hizo y, además, con la ciudad en contra, que le achacaba todos los males que acaecieran en la vida diaria: el conocido tiroteo sevillano, tan festivo y cabrón.
A la Expo, dicho sea de paso, los sevillanos la hicieron un éxito: desde el primer día estuvo la ciudad entera en ella. Luego vino muchísima gente, por supuesto, aunque uno entienda que no les quedara muchas ganas de repetir después del dineral que costaba hospedarse en la ciudad. Lo cual tampoco sirvió para que el balance económico no fuera ruinoso en este o aquél aspecto. Pero Sevilla aprovechó el impulso para la renovación de sus infraestructuras: AVE, aeropuerto (feo), nueva estación (acertada), circunvalaciones, autopistas hacia arriba y hacia los lados, dragado, isla cartuja… La Expo del 29 dejó un gran legado monumental; la del 92, práctico. También sobrevino, después del éxtasis, el áspero sonido del viento sobre los escombros, pero pareciera que resultare inevitable. Se apagaron las luces, se acabó la fiesta y vino el resacón en forma de crisis.
Recordaba Sostres ayer que esos dos hitos, Expo y Juegos, serían imposibles de realizar hoy. Cualquiera que los propusiese se toparía con el griterío populista de hogaño y con la ira de los demagogos de ración. Celebremos que entonces, mentes más abiertas como Calvo Sotelo o González supieron ver que, veinticinco años después de la inauguración, se iban a escribir artículos como el presente.
CARLOS HERRERA MRF
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