Y es que
se ha abierto paso en los últimos tiempos una peculiar teoría, según la
cual los delitos dejan de serlo si se cometen en chándal y con la gorra
dada la vuelta, o si se perpetran en twitter. La teoría, claro,
tiene padres, y el que los medios progres estén en permanente campaña
para sostenerla hace insoslayable la sospecha de progenitura.
Esto,
que en sí sería bastante indefendible, resulta tanto peor cuanto que
estos mismos medios son quienes impulsan el engendro orwelliano del
“delito de odio”. Así que, cuando aparece un tuitero condenado por
mofarse de algún tipo de víctimas –pueden ustedes elegir, tuitero y
víctimas-, no faltan valedores que lo justifiquen.
Y
la clave de tal justificación es el humor. Al parecer, el humor es ese
pasaporte que Ganivet aseguraba anhelamos todos y que reza: “este
español está autorizado a hacer lo que le dé la gana.” Yo, la verdad,
tengo para mí que jamás ha sido ese el sueño del español si es que, con
ese hacer su santa voluntad, no fastidia al prójimo. Y si no, que le
pregunten a los tuiteros en cuestión.
O
a esas beatas de la corrección política, que cuelan un lexema y tragan
un genocidio, y que hace apenas horas clamaban contra la condena de
cierta persona por mofarse de una víctima del terrorismo, como fue
Carrero Blanco. Arguyendo un más bien indetectable animus iocandi que debiera exonerarles de responsabilidad alguna.
La
persona para la que se pedía la absolución no solo se había reído de
una víctima del terrorismo; también había manifestado abiertamente
“odiar a los niños”, “odiar a España” y deseos de matar a Rajoy, entre
otras lindezas. Por supuesto, a esos medios y a sus escuderos políticos
les importa poco la "libertad de expresión" tal y como han acreditado en
infinidad de casos; lo que verdaderamente buscan son espacios de
impunidad para los suyos.
El
humor, que no es patrimonio de ninguna ideología, es utilizado por el
totalitarismo con fines de corrosión social. Pues no es humor -sino
crueldad escondida en los pliegues de la jocosidad- lo que se muestra
incapaz de interpretar en clave satírica sus propias deformidades
intelectuales y morales, tan evidentes; lo que no percibe como grotesca
su autoarrogada superioridad.
Con
mucha más brillantez que estos matones de tercera división administraba
la sátira Joseph Göbbels, cuyo feroz sarcasmo despiezaba al oponente. Y
qué decir del agudamente cáustico Der Stürmer -el Charlie-Hebdo nazi-
donde todo eran caricaturas, escritas y dibujadas, en las que se
escarnecían los rasgos más visibles atribuidos a la población semita.
En España, conocemos bien el prólogo a la matanza del treinta y seis;
conocemos bien el correr de los bulos de los caramelos envenenados que
entregaban los frailes a los hijos de los obreros, y ya sabemos en qué
desembocó el proceso de deshumanización a través de la mofa al que se
vio sometido la Iglesia durante décadas.
El
humor, en manos de esta tropa moralmente andrajosa, no es más que una
coartada corrosiva. El humor no releva de la vileza, ni de
responsabilidad alguna, e incluso puede constituir un agravante de
sadismo añadiendo la burla al dolor.
Corría
1968 cuando en los muros de una iglesia parisina apareció una pintada:
“Os enterraremos a carcajadas”. Se trataba de una profecía
escalofriante, que se está cumpliendo. Una profecía que nos advierte: os
convertiremos en objeto de mofa; os presentaremos como seres perversos,
ridículos, indignos; os deshumanizaremos hasta que nadie sienta
compasión alguna por vosotros; os haremos aparecer como seres grotescos,
que todos despreciarán.
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MRF
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