Pedro Sánchez y su contumacia nos ocupan más tiempo del que el
valor real del personaje merece. Ya no sabemos cuál de sus rostros es el
verdadero: el que quería ser investido con los votos de Ciudadanos o el
que está dispuesto a perpetrar un Gobierno Frankenstein, con
independentistas incluidos. Suena todo a broma, si no fuese porque está
en juego una buena porción de nuestro futuro, también del PSOE, que
puede acabar siendo la víctima principal de su secretario general. De
continuar con esta deriva, no sólo facilitará a Rajoy la mayoría
absoluta en las terceras elecciones, sino que obligará a una refundación
del histórico partido que ahora mismo pilota hacia los acantilados
donde naufragan hasta los mayores navíos. Y me temo que no le ocurrirá
como a Eneas, a quien los dioses reservaban para grandes empresas. En la
tarea común de la España moderna, ya no hay sitio para el
empecinamiento. Hace tiempo que Sánchez debería haber hecho la
autocrítica obligada y asumir que en democracia no se gobierna porque a
uno le apetezca o al azar de los dados, sino porque la voluntad de los
ciudadanos así lo expresó en las urnas.
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