«En Cataluña, el presidente de la Generalidad, con olvido de todos los deberes que le impone su cargo, su honor y su responsabilidad, se ha permitido proclamar el Estat Catalá. Ante esa situación, el Gobierno de la República ha tomado el acuerdo de proclamar el estado de guerra en todo el país. Al hacerlo público, el Gobierno declara que ha esperado hasta agotar todos los medios que la ley pone en sus manos, sin humillación ni quebranto de su autoridad. En las horas de la paz no escatimó transigencia. Declarado el estado de guerra, aplicará sin debilidad ni crueldad, pero enérgicamente, la ley marcial.
Está seguro de que (…) ante la posición antipatriótica de un Gobierno de Cataluña, que se ha declarado faccioso, el alma entera del país entero, se levantará en un arranque de solidaridad nacional (…) a ponerse al lado del Gobierno para restablecer, con el imperio de la Constitución, del Estatuto y de todas las leyes de la República, la unidad moral y política, que hace de todos los españoles un pueblo libre, de gloriosa tradición y glorioso porvenir. Todos los españoles sentirán en el rostro el sonrojo de la locura que han cometido unos cuantos. El Gobierno les pide que no den asilo en su corazón a ningún sentimiento de odio contra pueblo alguno de nuestra Patria. El patriotismo de Cataluña sabrá imponerse allí mismo a la locura separatista y sabrá conservar las libertades (…) bajo un Gobierno que sea leal a la Constitución. En Madrid, como en todas partes, una exaltación de la ciudadanía nos acompaña. Con ella y bajo el imperio de la ley vamos a seguir la gloriosa historia de España».
Hasta aquí un extracto del parte oficial del Consejo de Ministros del día 6 de octubre de 1934 publicado al día siguiente junto al Decreto de proclamación del Estado de Guerra firmado por el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora. Ese texto marca quizás el momento más digno de los seis años de existencia de la República que nació con mal pie y murió en catástrofe sangrienta. Entonces hubo un gobierno en Madrid que afrontó con responsabilidad y patriotismo el momento dramático que había intentado evitar. Ni hoy ni el año pasado han tenido España y su Monarquía un gobierno con el coraje para asumir la carga de la respuesta proporcional que requiere el desafío separatista. Al contrario, hay graves sospechas de que el gobierno socialista, anómalo e ilegítimo por legal que sea, aprovecha la deriva de las fuerzas separatistas y su alianza con los comunistas de Podemos para asestar un golpe de consecuencias imprevisibles a la Constitución y a las instituciones. Ha lanzado una campaña masiva de propaganda contra la oposición de «las derechas» -en inaudito recurso a fraseología prebélica- y en defensa de las agresiones del separatismo a la legalidad. Con un obsceno recurso al Decreto Ley para dinamitar la convivencia, destruir el equilibrio de poderes y minar el sistema constitucional. El acuerdo de Sánchez con los comunistas para ignorar al Senado en la tramitación de presupuestos es un atropello político, una violación de procedimiento y un intolerable vaciamiento de competencias de la Cámara Alta. Con similitud al golpe de Nicolás Maduro contra el Parlamento venezolano surgido de las elecciones del 5 de diciembre de 2015. Sabiendo quién marca la agenda de este gobierno de 84 escaños, pelele de fuerzas antidemocráticas y algunas dependientes de dictaduras extranjeras, los españoles tienen muchas razones para sentir una profunda preocupación por su seguridad y su democracia. Son las mismas razones que tiene la oposición para llamar a los españoles a exigir en la calle elecciones generales de inmediato. Para el retorno a una normalidad constitucional hoy ya inexistente.Hermann Tertsch
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