El contador emocional de la izquierda política ha sobrepasado con creces los límites reversibles de cualquier agresión mutua hasta escenificar una ruptura drástica basada en el rencor y la desconfianza más absoluta
Nada más concluir la fallida sesión de investidura, los socios de la moción de censura volvieron a alentar la posibilidad de que Pedro Sánchez retome las negociaciones fracasadas con Pablo Iglesias, y ambos logren en septiembre el acuerdo ahora frustrado. La presión de la izquierda política, mediática, social e intelectual empezó en la misma tarde de ayer tratando, sin éxito, de diluir la guerra de acusaciones mutuas para el reparto de culpas. Pero algo muy profundo se ha roto en la izquierda, fiel a su tradición autodestructiva cuando de repartir el poder se trata.
Rectificar en septiembre, un «deber moral». El oasis de septiembre, como última opción de salvar de las urnas a un electorado de izquierda decepcionado y desmovilizado, se ha convertido en la expresión de un deseo obsesivo y en un «deber moral» para esa izquierda frustrada que se niega a dar otra oportunidad a la derecha en las urnas. Sin embargo, esa expectativa difícilmente podrá cumplirse si nos atenemos al destructivo grosor de las acusaciones mutuas que se han dirigido Sánchez e Iglesias con un odio gestual evidente. «Nunca más volverá usted a ser presidente», le amenazó. ¿Qué puede recomponerse así? La sensación de vacío y perplejidad en la izquierda es masiva, en la creencia de que han sacrificado una legislatura por un simple navajeo entre egos. Septiembre se presenta negro.
Desde hoy, el contador de la España institucional está jurídicamente a cero. En cambio, el contador emocional de la izquierda política, no. Ha sobrepasado con creces los límites reversibles de cualquier agresión mutua hasta escenificar una ruptura drástica basada en el rencor y la desconfianza más absoluta. Se acusaron de «traición». Nada de lo que pueda negociarse desde ahora entre Sánchez e Iglesias, si quedan resquicios para ello, podrá sustentarse ya sobre una relación de confianza porque uno y otro se han jurado una destrucción mutua. Fácil solución tendría cualquier acuerdo si todo se redujera, como se escenificó en la última trampa dialéctica de ayer, a resolver una nimia discrepancia sobre las «políticas activas de empleo». Pero todo es falso. En el fondo, subyace la idea de que Sánchez nunca quiso pactar nada con Iglesias.
Sánchez medita sacrificar su veto al «trifachito». Ahora solo quedan tres opciones posibles para disipar la incertidumbre que se abre. La primera, hoy imposible, es un borrón y cuenta nueva entre PSOE y Podemos, bajo el hándicap de que las cicatrices del desgarro ya no desparecerán. La segunda, que Sánchez rectifique su veto al «trifachito» ofreciendo un drástico cambio de planteamientos, recuperando la confianza «constitucionalista» destruida tras la aplicación del artículo 155 en Cataluña, y cerrando pactos de Estado que impliquen una legislatura sólida. Y la tercera, hoy muy factible, la celebración de elecciones.
Queda por descubrir la intención real de Pedro Sánchez, aconsejado por teóricos de la demoscopia electoral que pronostican para el PSOE hasta 150 escaños. La apuesta que hizo parecía ser realista: «O investidura en julio, o elecciones». Descartó negociar en septiembre sin explicar por qué… pero ahora todo vuelve a ser incierto por el valor cambiante de su palabra. Agosto determinará su capacidad de resistencia a la presión de un sector amplio de la izquierda que le culpa del fracaso; su sinceridad a la hora de dirigirse a PP y Ciudadanos; y su temeridad a la hora de calibrar la desmovilización que pudiese sufrir la izquierda en las urnas. Pero, sobre todo, si su objetivo de laminar a Iglesias se superpone a su propósito de conformar Gobierno.
La iniciativa formal pasa a manos del Rey. Sánchez nunca ha aclarado el porqué de su negativa a mover pieza en septiembre. El chantaje a Podemos no ha surtido efecto, y corre el riesgo de que su infalibilidad empiece a cuestionarse en el PSOE. Más aún, cuando ha perdido una baza sustancial, al menos desde una perspectiva jurídica. Desde ayer, no tiene la iniciativa formal para cualquier corrección del rumbo porque ya corresponde en exclusiva al Rey sopesar una nueva ronda de contactos para fraguar una investidura. La indeterminación de Sánchez y su incapacidad para conformar una mayoría han situado a Don Felipe en una posición delicada, y es que solo reiniciará el proceso si existe la certeza de que en septiembre habrá un Gobierno sólido.
La sentencia condicionará al separatismo. El factor tiempo no ayuda a Sánchez. La crisis institucional en Cataluña se agudiza con la fractura del separatismo y el descrédito de Torra. Y la sentencia del Supremo, prevista para octubre, complicará cualquier respaldo añadido del separatismo catalán, Bildu o el PNV a Sánchez. Añádase al contexto el deterioro del liderazgo que empieza a sufrir Iglesias con Errejón confabulado para dinamitar Podemos desde fuera, y la hipótesis de que una dispersión del voto de la izquierda termine penalizando a Sánchez… Mucho riesgo para el PSOE, si además pierde la narrativa discursiva de las culpas. Será un otoño complejo para un Ejecutivo en funciones sobre el que además pesará la decisión de prorrogar por segunda vez los presupuestos diseñados en su día por Mariano Rajoy.
No es irrelevante tampoco que Sánchez haya desactivado ya la coartada argumental con la que ganó las elecciones fracturando a la «derecha trifachita». Tras haber pedido auxilio a Casado y Rivera y frustrar el trueque que le proponía Podemos, cualquier nuevo intento de estigmatización de la derecha que haga ahora Sánchez resultará poco fiable para una parte creciente de la izquierda descreída con él...Manuel Marín
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