Media sonrisa en la derecha al observar cómo el desánimo cunde en los votantes de izquierdas
Dos aplausos fueron especialmente simbólicos en la última sesión del Pleno de Investidura. El primero, nada más empezar, cuando Sánchez subió al atril y el grupo socialista y el Gobierno en pleno se levantaron como no lo habían hecho en toda la semana. Fue un aplauso largo, prefabricado, una especie de homenaje mortuorio, pero no sólo eso: tenía un significado bélico, iniciático, como el de un ejército que se prepara para la batalla. El siglo XX sigue aquí, y las izquierdas -como diría un politólogo de la tele- no maridan bien.
La guerra ha comenzado, y Pablo Iglesias empezó ayer a sentir el inmenso poder destructor de la maquinaria socialista. Sánchez, primero, y Lastra, después, fueron despiadados, incluso crueles, en su intento de humillar al secretario general de Podemos: culpable, inexperto, ambicioso.
Iglesias empezó la sesión como sentado en un pupitre -con la camisa de cuadros, la coleta y el cuaderno parecía un alumno universitario tomando apuntes-, y acabó negando reiteradamente con la cabeza, ceño fruncido, mentón abajo, mirada fija. Era la mirada de la incredulidad ante las acusaciones de quienes le habían bautizado como socio preferente. Le acusaron de no tener experiencia, a pesar de queSánchez llegó a La Moncloa sin ella y de que Adriana Lastra apenas cuenta trienios de cotización fuera de su partido. Y apretaron el acelerador hacia la humillación: «Quiere conducir un coche sin saber dónde está el volante», le espetó Lastra. Curioso, cuando una hora antes Sánchez había admitido que su oferta para Unidas Podemos incluía cuatro ministerios y uno con rango de vicepresidencia. No es poca cosa para un incapaz como el que dibuja Lastra.
Cuando pasas al eje del mal debes estar preparado. ¿Lo está Iglesias? ¿Y Podemos?. La abstención, sea justa y acertada, las dos cosas o ninguna, es el inicio de una guerra. Y cuando Iglesias subió al púlpito sólo acertó a pedir respeto con un tono que recordó a Vito Corleone cuando Bonasera se presentó en su casa el día de la boda de su hija. El PSOE ya ha armado un discurso para derrotar a Podemos, y Pablo Iglesias da la sensación de estar en estado de shock, con un partido dividido y el electorado de izquierdas preguntándose qué ha pasado, mirando a unos y a otros sin entender nada.
Pero Sánchez no sólo no es inocente, sino que es el principal responsable de este fracaso, aunque él se presente como el hombre de Estado que no es y exija a izquierdas y a derechas que le apoyen porque sí. Sánchez debe asumir sus limitaciones, las que no le cantan en La Moncloa: tiene 123 escaños, muy pocos, los mismos que Mariano Rajoy cuando le ofreció un Gobierno de coalición PP-PSOE y surgió la cantinela del «no es no». Pues hoy tampoco.
El segundo aplauso, casi al final, fue improvisado, inesperado, sorprendente. Nadie reparó en él, porque reflejaba una realidad imposible, pero cierta. Fue cuando habló el diputado de Navarra Suma, cuando todo el pescado ya estaba vendido, y la sesión agonizaba hacia lo inevitable. Arremetió con naturalidad contra Bildu y toda la bancada de la derecha rompió a aplaudir, de repente. Fue un aplauso amplio, grueso, que llenó el Hemiciclo, porque eran muchos -la unidad de la derecha- y porque fue auténtico y cubrió al orador. Fue un aplauso imponente, pero irreal, porque la derecha aún aplaude fragmentada. Eso sí, hoy con media sonrisa al observar como las izquierdas mandan a sus huestes a la batalla mientras el desánimo cunde en sus votantes: «A las barricadas»....Juan Fernández-Miranda
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