Cuando Mariano Rajoy fue agredido hace un año en Pontevedra, en ese instante, una sola idea pasó por su cabeza: «Debo mantenerme en pie». Y así fue, a pesar de que el puñetazo fue el peor de los posibles: contundente e inesperado. Ese primer pensamiento, traducido al lenguaje político, supone asumir en una décima de segundo que la institución está por encima de la persona. Si se cae Rajoy no sólo se cae Mariano, se cae el presidente del Gobierno. Es la dignidad del cargo. Y eso, en democracia, es fundamental.
Visto lo visto, Rajoy lo tiene claro, aunque sólo sea porque lleva media vida ocupando cargos de responsabilidad. Lamentablemente, en la política nacional e internacional empiezan a proliferar como setas los políticos que no tienen tan claro esta máxima: Artur Mas, David Cameron y Pedro Sánchez son buenos ejemplos. Son políticos que dicen defender a los ciudadanos a los que representan pero que no dudan en anteponer sus intereses personales. Cameron convocó un referéndum para consagrarse, y ha metido a los británicos en una ratonera. Artur Mas quiso desviar la atención de la crisis económica y la corrupción de su partido, y ha fracturado la sociedad catalana. Sánchez trató de esconder su fracaso electoral siendo presidente del Gobierno a cualquier precio y ha sumido al PSOE en su mayor crisis desde 1977.
Ayer, 28 de enero de 2017, Sánchez anunció que competirá por volver a liderar el PSOE. Tras su paso adelante late el deseo de vengar a quienes le derrocaron -Susana Díaz- y a quienes le traicionaron -Patxi López-. El futuro del PSOE está por escribir, pero la decisión de Sánchez tras varios meses bailando la yenka contribuye decisivamente a reabrir la herida que Javier Fernández ha tratado de cerrar.
Semana premonitoria
Aquella agresión a Rajoy se produjo en la campaña electoral del 20-D. Tres días después las urnas enviaron un mensaje claro, pero el entonces líder del PSOE se obcecó, arrastró a España a casi un año de parálisis y sometió a su partido a un espectáculo indigno.Un simple ejercicio de hemeroteca ofrece una panorámica clara de cómo Sánchez hizo caso omiso a todo tipo de advertencias y actuó exclusivamente por su interés personal: quiso ser presidente del Gobierno por encima de todo. Ocupar el cargo por encima de todo. Y para lograrlo tomó decisiones cuyo resultado no hizo más que erosionar la formación (y a los votantes) a la que representaba como secretario general. Antepuso sus intereses a los de su partido y no le importó agarrarse al sillón aún a costa de convertir el Comité Federal del PSOE en un sainete. Porque lo que sucedió en aquel comité federal de octubre que concluyó con la dimisión forzada de Sánchez fue un espectáculo indigno consecuencia de las orejeras que el líder del PSOE se puso nueve meses antes, en enero. Ayer, cuando decidió volver a la batalla, se cumplió un año de la semana en la que todo quedó claro, pese a que Sánchez propició que la cosa quedara empantanada nueve meses más. Veamos:
El lunes 25 de enero de 2016 este periódico publicaba en portada que «solo el PP ganaría escaños en unas nuevas elecciones». En los comicios celebrados seis meses después, el 26-J, el PP subió 14 escaños, el PSOE perdió 5 y C’s 8, y Podemos se dejó un millón de votos.
Al día siguiente, el martes 26, ABC titulaba así: «Lío en el PSOE: Los barones imponen a Sánchez el control de los pactos de Gobierno». Esta portada anticipó la batalla campal que se vivió en el Partido Socialista nueve meses después a cuenta de la intención de Sánchez de pactar con populistas y nacionalistas.
Miércoles 27. «Felipe Gónzález aboga por un Gobierno PP-C’s con la abstención del PSOE». Precisamente fue Felipe González quien nueve meses después dio la luz verde a la rebelión contra el todavía secretario general.
Y, ya el jueves 28, «Sánchez rechaza el plan de Rajoy de buscar «tranquilidad y estabilidad» a España. Ese día ABC informaba de que el PP había ofrecido al PSOE un pacto que incluiría el apoyo popular en las cinco comunidades donde los socialistas gobiernan con Podemos, así como entregarle el bastón de mando en diez grandes ciudades, incluida Madrid.
Es decir, si en la última semana de enero de 2016, un mes después de las primeras elecciones, Sánchez hubiera analizado las encuestas, escuchado a los barones de su partido, a Felipe González y a 40 ministros socialistas y, finalmente, hubiera aceptado negociar con Rajoy habría al menos tres diferencias sustanciales con la actualidad: la primera es que hoy sería el líder de un partido en calma. La segunda es que su partido habría arrebatado a Podemos el Ayuntamiento de Madrid y otras muchas alcaldías, lo que habría debilitado el populismo. Y en tercer lugar, y no por ello menos importante, España habría tenido gobierno diez meses antes.
Después de las primeras elecciones, Sánchez tuvo que optar: la radicalidad o la moderación. Como muestran las portadas de ABC hoy hace un año, en solo un mes ya estaban todas las cartas sobre la mesa: todos los que tenían que fijar posición la fijaron sin complejos. Pero Sánchez no atendió a las señales y decidió poner su cargo a disposición de sus objetivos. Nada consiguió, salvo fracturar el PSOE y condenar a España a la parálisis. Ayer, anunció que volverá a intentarlo. Al parecer, Pedro Sánchez no hizo referencia alguna a la dignidad del PSOE y de su secretaría general.
Juan Fernàndez MRF
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MRF
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