Teniendo en cuenta sus investigaciones, ¿qué mecanismos cree
usted que vinculan las desigualdades sociales con la situación
sanitaria? ¿Qué peso puede tener el desarrollo infantil temprano en la
reducción de las desigualdades sanitarias relacionadas con la clase
social?
En el Informe sobre los Condicionantes Sociales
de la Salud que realizamos para la OMS señalamos que las desigualdades
sanitarias emanan de las condiciones en que uno nace, crece, vive,
trabaja y envejece. Las disparidades de poder, dinero y recursos dan
lugar a esas desigualdades cotidianas. Lo que intentamos fue observar
esas condiciones cotidianas durante todo el ciclo vital. Pero también
nos fijamos en qué promueve esas disparidades. Así que yo no me ocuparía
del desarrollo infantil temprano sin observar también las políticas
sociales y económicas relacionadas con ese desarrollo. Es decir, qué
consecuencias tienen esas desigualdades sobre la educación, el tipo de
empleo, la renta y el lugar de residencia.
Parece que en
toda Europa los países más generosos en prestaciones y gasto social
tienen una mejor situación sanitaria, menos desigualdades y mejores
condiciones laborales. ¿Cómo influirán estos factores en las
investigaciones futuras sobre desigualdades sanitarias?
Yo
parto de la base de que las desigualdades sanitarias entre grupos
sociales que se consideran razonablemente evitables, pero no se evitan,
son injustas y, por tanto, no equitativas. ¿Qué pueden hacer las
sociedades? Mucho, según nuestra información. En el ámbito social
pueden ser generosas en gasto social, por ejemplo. Lo que vemos en toda
Europa es que cuanto mayor es el gasto social, mejor es la salud y
menores las desigualdades sanitarias. Es difícil establecer una
relación causal, porque puede haber muchos otros factores en juego.
Mucha gente piensa que si las prestaciones sociales son demasiado
generosas la gente no querrá trabajar, pero no es esto lo que indican
los datos. En realidad, los países que más gastan en prestaciones por
desempleo tienen un menor índice de paro.
Una de las
políticas sociales que usted recomienda es la aprobación de un salario
mínimo vital para sacar a la gente de la pobreza, algo que considera
esencial para mejorar la situación sanitaria. ¿Contribuiría realmente
ese salario a erradicar o a reducir las desigualdades?
Los
datos a este respecto son indirectos, pero bastante convincentes. Hace
ya tiempo que le doy vueltas a la relación entre desigualdades absolutas
y relativas. En Europa Occidental, en la Unión Europea, a nadie le
falta realmente vivienda ni calorías suficientes para comer; así que,
en este sentido, la privación absoluta se ha superado. Sin embargo, las
rentas bajas tienen que acudir a bancos de alimentos para dar de comer a
sus hijos, con lo que su dignidad se ve amenazada.
En el Reino
Unido, por ejemplo, la mayoría de las ayudas a la vivienda van a parar a
empleados que, como no ganan lo suficiente para pagar un alquiler,
necesitan esa ayuda. Es una situación intermedia entre la privación
absoluta y la relativa. Es absoluta porque no tienes suficiente para
vivir, pero relativa porque no estamos ante la miseria de un país de
renta baja. Es una privación que va en contra de la dignidad y la
autoestima. De lo que puedes darles a tus hijos, de tus relaciones
familiares, de cosas que son absolutamente vitales. En los próximos
cinco años el tipo de familia cuya renta estará más por debajo del
umbral de la renta mínima, la que se necesita para llevar una vida
sana, será la de una madre sola con hijos, seguida de una pareja con dos
hijos. Las personas solas sin hijos se acercarán también a ese umbral;
pero serán las familias con niños, sobre todo las madres solas, las que
más por debajo estarán. Hay datos indirectos que permiten aventurar que
esto perjudicará a la salud de los individuos desde que se inicia su
desarrollo infantil, y que después perjudicará a su alimentación, sus
relaciones sociales y todo lo demás.
Usted también
recomienda políticas que relacionen la mortalidad evitable con el nivel
de riqueza. En el llamado Informe Marmot de 2010, se llegaba a la
conclusión de que, por término medio, en el Reino Unido los habitantes
de los barrios pobres morirán siete años antes que los de los ricos.
¿Podría explicarnos esa conclusión y evaluar los problemas que han
tenido los Gobiernos europeos en los últimos años?
Una
de las conclusiones principales es que las desigualdades sanitarias no
se limitan a «mala salud para los pobres y buena para los demás», sino
que muestran un gradiente o variación. Nuestros datos clasifican los
barrios de Reino Unido en función del nivel de privación. Cuanto más
ricos son, mayor es su esperanza de vida. La brecha entre el percentil 5
y el percentil 95, los dos extremos, es de siete años.
Las
desigualdades sanitarias no solo tienen que ver con la duración de la
vida, sino con su calidad, y aquí la desigualdad es todavía mayor. En
toda Europa, sin ninguna duda, apreciamos esa variación —cuanto más
arriba estás, mejor es tu salud; cuanto más abajo, peor—, pero hay
diferencias de magnitud.
Si nos fijamos en la educación, la
diferencia entre los licenciados universitarios y quienes solo tienen
estudios primarios es bastante escasa en, por ejemplo, Suecia, Noruega,
Italia o Malta. Pero en el Este, en Estonia, Hungría, Rumanía o
Bulgaria, donde la media de vida es menor, la diferencia entre los de
arriba y los de abajo es enorme. Siempre habrá desigualdades sociales y
las sanitarias irán unidas a las sociales, pero la magnitud puede
cambiar con el tiempo y variar de unos países a otros. Y eso es
alentador, porque indica que podemos hacer cosas para cambiar la
situación.
En Europa se han producido avances sanitarios
notables después de la paulatina mejora de las condiciones en las que
se nace, crece, vive y trabaja. España es un ejemplo de ello. Pero,
curiosamente, persisten las desigualdades. ¿Qué factores cree usted que
determinan esa persistencia? Y ¿qué recomendaría para paliarlas?
Tanto
en mi informe del Reino Unido como en el europeo había seis conjuntos
de recomendaciones sobre el desarrollo infantil temprano, la educación y
el aprendizaje permanente, y el empleo y las relaciones laborales. Como
ya se ha dicho, en el cuarto se recomienda que todo el mundo tenga la
renta mínima necesaria para llevar una vida sana. El quinto habla de
lugares sanos y sostenibles para vivir y trabajar. Y el sexto de
prevenir, teniendo en cuenta los condicionantes sociales. Así que, en
lugar de decir «No fume», «No coma tanto» o «No engorde», hay que
considerar que el tabaquismo o la obesidad están relacionados con las
desigualdades sociales. Teniendo en cuenta la situación internacional,
también añadiría las disparidades de poder, dinero y recursos que dan
lugar a las inequidades relativas a esos seis aspectos cotidianos. Así
que yo creo que podemos hacer muchas cosas.
En su
investigación usted distingue entre acciones globales, nacionales y
locales destinadas a reducir las desigualdades sanitarias. ¿Podría
darnos ejemplos concretos de esas políticas en diferentes niveles
administrativos?
Uno de ellos es el de la ciudad
británica de Coventry. Sus autoridades la proclamaron «Ciudad Marmot» y
dijeron que iban a aplicar mis seis recomendaciones. Lo hizo el
Ayuntamiento, no las autoridades sanitarias, lo cual es positivo. Pero
también hacen falta medidas nacionales. Le pondré un ejemplo de la
primera infancia. Los datos dejan claro que los progenitores determinan
enormemente la calidad del desarrollo en esa fase inicial. La aportación
parental: abrazar, hablar, cantar, jugar, todo esto es importante. Los
niños que reciben más atenciones de este tipo tienen un mejor desarrollo
cognitivo, lingüístico, social, emocional y conductual. En su situación
social también influyen las políticas locales: si el Ayuntamiento tiene
políticas de vivienda. ¿Ofrece buenas viviendas, sobre todo a familias
con niños pequeños? Pero también les afectan las políticas nacionales.
Hemos comparado la pobreza infantil en diversos países, donde ese
indicador se mide en términos relativos; es decir, en función de si se
percibe menos del 60% de la renta mediana, sin contar las
transferencias. Las diferencias son enormes. Suecia, por ejemplo, tiene
un índice de pobreza infantil, sin contar impuestos y transferencias,
del 32%, no muy diferente al de Letonia. Después de los impuestos y las
transferencias, el índice de pobreza infantil en Suecia cae del 32 al
12%, pero el de Letonia solo cae hasta el 25%. Dicho de otro modo,
Suecia dice que rechaza la pobreza infantil, que es negativa y que
utilizará los impuestos y las prestaciones sociales para reducirla.
Para reducir las desigualdades sanitarias habría que centrarse en seis tipos de políticas:
1. Proporcionar a todos los niños las mejores condiciones de partida.
2. Permitir a todos los niños, jóvenes y adultos maximizar sus capacidades y controlar su propia vida.
3. Crear un marco laboral justo y ofrecer a toda la población empleo de calidad.
4. Garantizar un nivel de vida sano para todos.
5. Crear y desarrollar entornos y comunidades sanos y sostenibles.
6. Promover la prevención sanitaria y consolidar sus logros.
Informe Marmot de 2010
¿Qué definiría una buena práctica parental que influyera positivamente en la salud de los hijos?
Por
supuesto, lo primero es alimentar y ofrecer estabilidad. Pero hay otros
dos elementos: la presencia de lo bueno y la ausencia de lo malo. Que
no son lo mismo. ¿Qué quiero decir con esto? Como ya he señalado, la
buena práctica parental tiene que ver con leer a los niños, hablarles,
abrazarlos, cantarles, jugar con ellos… Es decir, aportarles cosas,
cariño y todo lo que este comporta. Por desgracia, vemos que todo eso
suele estar condicionado por el entorno social. Cuanto menor es la
renta, menos probabilidad hay de que los padres ofrezcan a sus hijos
esas cosas positivas, y yo diría que, al menos en parte, ello se debe a
las presiones ambientales. El otro factor que influye en la buena
práctica parental es la ausencia de lo malo. Tenemos mucha información
sobre las experiencias infantiles negativas. Son de varios tipos, entre
ellas, maltratos físicos y psicológicos, abusos sexuales y
perturbaciones del ámbito familiar.
¿Qué consecuencias
sanitarias cree usted que tendrá la crisis económica? ¿Podemos
impedirlas? ¿Cómo afectan a los diferentes grupos sociales?
A
corto plazo, los efectos que observamos tienen que ver con la salud
mental y el suicidio. En toda Europa hay indicios de que, si no se gasta
en protección social, un aumento del paro del 3% se relaciona con un
aumento del 3% en la tasa nacional de suicidios. Sin embargo, cuanto más
destina un país a protección social, menos se incrementa el número de
suicidios al aumentar el paro. Así que, en Europa Occidental, cuyos
países gastan bastante en protección social, un 3% de aumento del paro
representa menos del 1% en el de suicidios; mientras que en países de
Europa Central y Oriental se acerca más al 2-3% de incremento en estos
episodios. Cuando la economía se contrae, el paro no surge de manera
aleatoria: cuantos más años has estudiado, menos probabilidades tienes
de quedarte sin trabajo, y viceversa. Cuando veo a los indignados en las
calles de Madrid, con más de un 50% de paro juvenil, me parece que
tienen razones para indignarse, para estar furiosos, porque la promesa
tácita de que, si te esfuerzas, si estudias, tendrás un trabajo y buenas
condiciones vitales, no se cumple.
¿Cómo deben complementarse la agenda económica y la social en Europa?
La
magnitud de las desigualdades sanitarias nos dice mucho sobre nuestro
funcionamiento como sociedad. Fíjese en España. Con altos y bajos, dejó
de ser un país fascista bastante primitivo para convertirse en una
democracia liberal. Redujo la pobreza y mejoró las condiciones de vida, y
con ellas la salud. Esas mejoras sanitarias nos dicen mucho sobre lo
que ocurría en la sociedad. En el otro extremo de Europa, tras la caída
del comunismo ha habido de todo. En países como la República Checa y
Polonia la sanidad ha mejorado de manera espectacular, pero también han
aumentado las desigualdades. A la antigua Unión Soviética no le ha ido
tan bien. Su trayectoria sanitaria ha sido muy accidentada, en parte
debido al colapso social. En lugar de sustituir el comunismo por algo
que funcionara bien, lo sustituyeron por algo bastante disfuncional. Así
que podemos decir que las mejoras sociales y sanitarias van de la mano.
No solo hace falta inversión en el sector sanitario, también en
educación, protección social o desarrollo infantil temprano. Todo eso es
esencial.
Entrevista de Joan Costa-i-Font, profesor de economía política
London School of Economics (LSE)
https://observatoriosociallacaixa.org/ MRF
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