Hay
que retrotraerse mucho en la Historia para encontrar sucesos parecidos a
los que hoy está suscitando la elección de Trump en los Estados Unidos:
incesantes manifestaciones de descontentos, desbordante ira vengativa
en los perdedores, desgarrado clamor mediático e incluso –y esto son ya
palabras mayores- tiros en las calles. En realidad no es demasiado
sorprendente: la mayoría mediática ha creado tal atmósfera de
diabolización en torno a Trump –racista, machista, xenófobo, etc.– que
su victoria, a ojos de los que hayan creído ese relato, forzosamente
debe ser vista como una especie de triunfo del Anticristo. Pero hay algo
más, algo que se mueve en profundidades aún mayores y que termina de
explicar tanta cólera, y es lo siguiente: lo que de verdad ha puesto
histérica a la izquierda es la constatación de que el pueblo le ha dado
la espalda.
Dos artículos recientes ponen el dedo en la llaga. Uno, del comunista francés Robert Forrester lo
explica del siguiente modo: la clase media y trabajadora blanca ha
vencido a los particularismos feministas, homosexuales y étnicos. El
segundo, del comunista español Alberto Garzón,
transita por muy semejante vía: la izquierda europea se ha separado por
completo de la clase trabajadora. En muchos aspectos, ambos tienen
razón.
Efectivamente,
parece que la izquierda occidental ha olvidado por completo quién es
realmente el “pueblo”, qué es la “clase trabajadora”. Los que obraron el
gran milagro de la transformación socioeconómica en todo Occidente
entre 1950 y 1970 no fueron comprometidos activistas LGTB ni apóstoles
del mestizaje, sino europeos de cepa (y a mucha honra), de cara blanca
(normalmente renegrida en el tajo), heterosexuales con hijos, mayormente
cristianos (al menos en el concepto de lo bueno y lo malo) y con una
idea muy material, nada ideológica, de la libertad y la prosperidad.
Esas generaciones lograron reducir al mínimo la brecha social; fueron la
materia sobre la que se ejecutaron las grandes políticas de
reconstrucción, lo mismo en la Alemania socialdemócrata que en la España
franquista o en la “América de las oportunidades”. Desde un cierto
punto de vista, ellos han sido los héroes de la segunda mitad del siglo
XX. Y ese ha sido el pueblo. El único pueblo realmente existente.
Ahora
bien, desde entonces ese pueblo no ha dejado de recibir golpes de todo
género. Los grandes procesos de globalización lo han dejado para el
arrastre. La derecha predicaba la supresión de toda barrera al dinero,
la izquierda predicaba la supresión de toda barrera humana, y en medio
quedaba un pueblo arrasado por los unos y por los otros. La izquierda
socialdemócrata colaboró de manera decisiva en el proceso. Sin darse
cuenta de que, al hacerlo, estaba quedándose sin sujeto político: la
izquierda se quedaba sin pueblo como la derecha se quedaba sin nación.
Esta
metamorfosis del sujeto político ha sido uno de los grandes cambios de
nuestro tiempo. La izquierda radical quiso gestionarlo por la vía de
inventarse un sujeto nuevo: los jóvenes, las mujeres, los homosexuales,
los inmigrantes… Pero esa búsqueda de nuevos “agentes revolucionarios”,
es decir, de nuevos sectores sociales por redimir, ha conducido a la
izquierda a una brutal acumulación de contrasentidos. Todas las
transformaciones del discurso de la emancipación han conducido a formas
nuevas de disgregación social y, por tanto, de servidumbre. ¿Un ejemplo?
Redimamos a las mujeres, dijeron. Y bien, sí, ya se ha consagrado
plenamente la lucha de sexos como sustituto de la lucha de clases: la
mujer oprimida se rebela contra el macho explotador. Pero el resultado
de la operación está siendo una descomposición galopante del tejido
social (por la crisis de la familia como institución) y una atomización
infinita de la comunidad, lo cual deja a los individuos a merced del
poder, porque sin tejido social y sin comunidad no hay resistencia
posible.
¿Más
ejemplos? Redimamos al homosexual, dijeron. Y bien, sí, ya se han
implantado por todas partes legislaciones de protección, normalización e
incluso fomento de la homosexualidad. Pero he aquí que esas
legislaciones, al cabo, vienen a funcionar como repertorio de
privilegios en beneficio de individuos concretos a los que literalmente
se les extrae de la sociedad para colocarlos en un pedestal, en
perjuicio manifiesto del resto y, una vez más, con el efecto pernicioso
de romper la comunidad popular, que ahora se divide bajo un criterio
nuevo.
¿Es suficiente? No.
El caso de la inmigración debe ser mencionado porque es tal vez la más
clara manifestación de cuanto estamos diciendo. El discurso de la
izquierda sobre este asunto ha sido unívoco: “Papeles para todos”,
“bienvenidos refugiados”, “mestizaje progresista”, “contaminémonos”,
etc. Es como si la izquierda hubiera encontrado por fin un pueblo al que
redimir. Ahora bien, la llegada masiva de mano de obra poco exigente
implica automáticamente una bajada en bloque de los salarios y un
aumento inmediato del paro (porque crecen los contratos temporales) y
del cupo de población subsidiada, con el consiguiente perjuicio para el
conjunto de los trabajadores. La mano de obra inmigrante ha sido un buen
negocio para los empresarios de la globalización y para los gestores de
subsidios, pero, objetivamente, ha sido una catástrofe para unos
trabajadores que en el medio siglo anterior habían logrado reducir la
brecha social. “¡Eres un racista!”, grita el ideólogo de izquierda a
quien plantea las cosas así, y el anatema recibe el aplauso vehemente
del capitalista que sale beneficiado con la operación. El trabajador
queda en un rincón, maltratado por el sistema que él mismo ha creado,
rechazado por la izquierda que debería representarle y humillado por la
máquina económica. Una vez más, la comunidad se rompe. ¿De verdad a
alguien le extraña que, en Francia, el 45% de la clase trabajadora y el
40% de los parados hayan abandonado a la izquierda para pasarse a Marine
Le Pen, o que Trump haya recibido el voto de tantos millones de
trabajadores?
Es
muy difícil saber qué va a pasar ahora. Las voces que –aún muy
minoritarias- claman desde la izquierda por “recuperar” al pueblo se
topan con el nada desdeñable obstáculo de que esa operación exigirá un
replanteamiento general de realidades que para los progresistas de hoy
son territorio tabú: las identidades nacionales, la singularidad
irreductible de los factores étnicos y culturales, la necesidad de
mantener estructuras sociales naturales, etc. ¿Se atreverán a dar el
paso?
Se entiende que la izquierda esté histérica: se le acaba de caer el mundo a los pies. Su propio mundo.
JOSÉ JAVIER ESPARZA
MRF
No hay comentarios:
Publicar un comentario