Los
apelativos se quedan cortos cuando se intenta imaginar la profunda
decepción vivida en el ya disuelto bando susanista desde que el recuento
de votos fue helando las sonrisas, congelando las expectativas,
destrozando, una a una, todas las cuentas de la lechera. El escrutinio
resultó inapelable y aquello que se había anunciado y proclamado por
todos los rincones -“Pedro no puede ganar. Pedro no va a ganar”- se desvaneció con la realidad de las papeletas.
El pinchazo resultó de tal envergadura que la propia Susana Díaz
se lamentó ante los suyos del “desastre”. No hubo consuelo posible para
quienes confesaban abiertamente el descalabro de los vaticinios
creados; un aviso de calado de las bases a sus dirigentes; y una losa
que hunde a Díaz en la mayor de las incertidumbres sobre su salto a la política nacional. En el entorno de la presidenta, a excepción quizá de Mario Jiménez,
nadie preguntaba si lo iban a lograr o no, sino a qué hora iba a
hacerlo… hasta las 20:30 horas, en que se dispararon las alarmas.
Media hora después, ya no había vuelco posible, y al filo de las 21:30 horas Susana Díaz llamó desde su móvil al de Pedro Sánchez.
No le cogió. Hubo de mediar un mensaje de texto por medio para cumplir
con el trámite de felicitarle por la victoria. La noche del 21-M quedará
ya grabada en el recuerdo de la presidenta de la Junta de Andalucía
como la más amarga de su vida. Casi 15.000 bofetadas y 10 punzadas en el
estómago, cada uno de los votos y los puntos de diferencia, para
conformar un recuento demoledor. Ya a salvo de la quema en su cuartel de
invierno, empezó la búsqueda de culpables, y no iba a ser Díaz, faltaría más.
Varios son los “chivos expiatorios” que dieron al traste con las posibilidades de Susana Díaz,
según su entorno. El primero, y capital –porque concatena varios -, fue
creer a pies juntillas en la conveniencia de dilatar durante tantos
meses la convocatoria de las primarias y del Congreso Federal. El
calendario, lejos de ahogar a Sánchez, ayudó a inocular
en las bases el relato de su martirio. Estos días, han podido volver a
escucharse lamentos en privado porque los afiliados hayan mantenido
grabada a fuego la implosión en aquel 1 de octubre del PSOE en directo por la ardua labor de La Sexta, con Antonio García Ferreras al frente.
Por otro lado, a juzgar por los numerosos y potentes apoyos con los que contaba Díaz,
llegó a considerarse imposible que peligrara el cetro de Ferraz, más
todavía teniendo tras de sí Andalucía, donde reside casi la cuarta parte
de la militancia. Con tal potencia de fuego, los gurús susanistas
creyeron conveniente que la candidata retrasase su paso al frente,
centrara la campaña en positivo y eludiera el cuerpo a cuerpo con el ex
secretario general. Esa fórmula también habría influido en el resultado
de un proceso interno que, en realidad, se disputó a cara de perro.
El exceso de confianza también
fue perjudicial intramuros del partido. Así, sorprendió la
desmovilización en federaciones afines. Evidente resultó el desprecio de
la fortaleza de Sánchez, sobre todo en Cataluña. La
elección de los embajadores del susanismo para proyectar su mensaje
tampoco ayudó. Una nómina que encabezó José Luis Rodríguez Zapatero, el mismo ex presidente del Gobierno que dejó a unas siglas centenarias para el desguace, así como Eduardo Madina, quien fuera en 2014 el candidato que ya resultó derrotado frente a “un tal Sánchez”. No fue, desde luego, la mejor manera de afrontar la contienda.
Por último, la propia Susana Díaz
ha llegado a quejarse de la imagen proyectada de ella entre dirigentes
de su propia marca y los medios de comunicación como un tenaz talón de Aquiles. Etiquetas como la de identificarla con el “socialismo de Los Morancos” o colgarle el apodo de “Khalessi” han cuajado de Despeñaperros para arriba. Poco más que añadir.