Este postureo ecológico casa mal con la afición al transporte discrecional aéreo. Que de momento no es eléctrico
Como este Gobierno no puede o no sabe gobernar, se inventa a cada rato una ocurrencia. Se trata de mantener la función en cartelera, de echar carnaza al debate para que la opinión pública se entretenga. Lo malo es que estas alegres ventoleras disfrazadas de proyectos no son una simple eutrapelia, porque su misma formulación, por inconcreta que sea, repercute de inmediato en las inversiones nacionales y extranjeras. Cualquier frívolo anuncio de esos que el Gabinete vende como si fuesen ideas implica un coste económico y monetario que por lo general paga la cotización de muchas empresas cuyos accionistas tienen la pésima costumbre de tomar a los dirigentes públicos por gente seria. El último, por ahora, ha sido el de la prohibición de vender coches de combustible mineral en 2040; un terremoto para un sector de enorme importancia estratégica. Entre plantas de fabricación, auxiliares, talleres y servicios de venta, además de las gasolineras, la industria de la automoción mueve en España el 10 por ciento del PIB y es una de las que más empleo crea. No parece el juguete más apropiado para manejarlo con tan poca solvencia.
Bajo el impecable mantra de la sostenibilidad, la izquierda ha resucitado contra el coche su viejo furor antimaquinista. En las carreteras lo penaliza con reducciones de velocidad y en las ciudades lo arrincona con una creciente legislación restrictiva. Algunos dirigentes podemitas de Madrid se han sincerado al declararlo un epítome de la depredación capitalista; en realidad lo estigmatizan como un símbolo de la autonomía individual que para el progresismo en boga debe ser implacablemente combatida. El Gabinete Sánchez ha elegido una vía más oblicua parapetándose en el paradigma del cambio climático y la ecología. Pero su propuesta depende de un desarrollo tecnológico que se caracteriza en la actualidad por su potencia disruptiva. Es cierto que los cambios van muy deprisa pero también que los gurús no siempre aciertan en sus profecías. La desaparición del automóvil contaminante es una hermosa utopía cuyo cumplimiento depende de la ingeniería técnica, no de la social, y menos aún de la prestidigitación política. Mientras el vehículo eléctrico sea más caro, tenga más impuestos y no disponga de redes de recarga rápida de baterías, no habrá ejercicio de voluntarismo que acabe con el diésel y la gasolina. La prohibición es una medida autoritaria y arbitrista que sólo puede causar a plazo corto impacto negativo sobre la economía.
Todo eso le importa al presidente provisional un bledo. El año 2040 queda muy lejos; con suerte no seguirá en el puesto y a mí también me va a pillar muy viejo para conducir otra cosa que un carrito ortopédico. Pero resulta chirriante y superfluo ese postureo snob de gobernante posmoderno cuya caprichosa afición por el transporte aéreo quema en cada trayecto cientos de litros de queroseno...Ignacio Camacho
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